viernes, 29 de febrero de 2008

bicicleta

Mi bici se llamaba Muzzetta. No me pregunten por qué. Era celeste y se doblaba en dos de manera que mi papá la podía colocar en el baúl de su Taunus y llevarla a Muni. En Muni aprendí a andar sin rueditas y me di varios porrazos antes de lograr el ansiado equilibrio sobre las dos ruedas de Muzzetta. Pero una vez arriba, la felicidad estaba garantizada. Claro que era una bici mediana y pese a que yo no crecí muchos centímetros en mi adolescencia, Muzzetta me quedó chica y quedó descartada en un lugar de mi casa que se llamaba "El Taller". "El Taller" había sido *de verdad* un taller de tapicería del antiguo dueño de la casa y quedaba justo en el fondo del jardín. Mis padres no sabían muy bien qué hacer con tamaño lugar pero tampoco querían demolerlo para poner en su lugar una pileta, como era la sugerencia de todos los amigos y parientes. Fue desván durante casi veinte años hasta que algo de dinero y un gran trabajo de albañilería lo convirtieron en sala de cine, biblioteca, escritorio, salón de música, etc.
Allí quedó Muzzetta, llena de óxido y olvido.
No me acuerdo qué pasó después.
Por alguna razón yo no volví a tener bicicleta en mi vida de adulta.
No es que no supiera *andar* en bicicleta. Si alguien me prestaba una bicicleta, bueno, era cuestión de encaramarse al artefacto en cuestión y... pedalear. Pero ¿a dónde podía ir yo pedaleando? ¿Con quién podía pedalear? ¿Qué distancias? ¿Hacia dónde?

Si lo piensan bien estas cuestiones lindan con lo filosófico, ¿no?

Hace una semana compramos una bicicleta para mí. Entramos en una bicicletería y un señor nos vendió una *bici de paseo* color púrpura. Para mi sorpresa fue algo muy fácil. No sé por qué yo imaginaba que adquirir una bicicleta debía ser algo complicado y costoso. Pero no, nada que ver. Una vez en la calle con la flamante adquisición me dispuse a probarla. Pero unos segundos antes de subirme:
-¿Y si resulta que no sé andar?
Pero no.
Fue como andan en bicicleta. No se te olvida nunca.

***

Pero también sucedió *algo*. A bordo de a bici púrpura ya no podía cerrar los ojos como hacía con mi Muzzetta. Tampoco podía dar las vueltas donde yo quería porque las calles son calles que tienen reglas y manos y semáforos y gente y autos y perros que se cruzan y madres con cochecitos de bebés y colectivos que arrancan bufidos de nube negra. Creo que lo más lindo de andar en Muzzetta era que yo podía jugar a que la bici era un avión, una moto, una máquina del tiempo, esas cosas. La bici púrpura, en cambio, era un instrumento utilitario, práctico, preciso.

***

Pero es linda mi bici púrpura, no crean.

miércoles, 20 de febrero de 2008

Stranger

Es tan extraño que todos seamos extraños. Hay gente por doquier pero nada sabemos sobre ella. ¿Qué hacen? ¿Qué les gusta? Algo podemos sonsacar con la ropa. Un hombre de traje y una mujer de vestidito blanco cruzan la avenida Cabildo. Adolescentes con sus melenas absurdas y sus ropas brillantes. Un hombre con jeans gastados a la cintura habla de Jesús y me intercepta. Me dice: todos somos pecadores. Gente mascando chicle. Gente que lame un helado y dice: el que inventó el helado es un genio. Gente comiendo garrapiñada, comprando zapatos de liquidación, mirando remeritas y preguntándose ¿esto es lo que se usa ahora? Gente que habla de su auto, su trabajo, sus niños, su madre, su enfermedad, su mala memoria. Existe una barrera ínfima, social y urbana, un código secreto que aprendemos desde pequeños ("no se habla con personas extrañas"). Pero es tan delgada la línea que cuando ésta se rompe emerge la punta de un iceberg maravilloso.

Es tan extraño que todos seamos extraños.

Tengo que hacer tiempo porque una amiga cumple años pero recién a las ocho estará en su casa. Es martes y estoy en capital. No vale la pena volver a casa por sólo una hora. Me preparo para ver este collage urbano de personajes. ¿Qué mejor lugar que la plaza? Espacio público que por épocas ha sido desmembrado, ninguneado, espoleado y envejecido. Los bares de Belgrano cansan. Toda esa parafernalia que nos deja ciegos, sordos y mudos. Demasiados colorcitos. Demasiada músiquita. Demasiados asientitos mulliditos y, por sobre todo, los cafecitos que cada vez vienen más chiquititos y con precios cada vez más caros.

Voy a la plaza, entonces. Antes me agencio un cortado en el local de Havanna que, desde que hay extranjeros en esta ciudad que extrañan la onda Starbucks, preparan cafés espumosos en altos vasos de cartón (como los que se ven en las películas donde los personajes pasean por una New York idílica). Supongo que esa es la idea. Sentirse un poco fuera de contexto. Estar en una ciudad que no es. O estar en una ciudad que por obra de la globalización ha cambiado de sobremanera.

La plaza de La Redonda está enteramente remodelada. Estuvieron un año poniéndole rejas, malvones rojos en los altos maceteros, cambiando los asientos de granito por asientos de madera y colocando baldosas nuevas. A una determinada hora la cierran y nadie queda adentro. Es bastante triste para quienes han vivido épocas en donde las plazas eran refugios para darse besos y arrumacos que sólo el amparo de la noche y de la plaza permitían. Lo cierto es que las rejas le dan un aspecto muy triste si uno la ve desde afuera pero, una vez que uno ha traspasado la barrera y logra ubicarse en un asiento lejos de los bordes, puede, quizás, abstraerse de tamaña cárcel. Y allí estaba yo con mi vasito de café buscando ese asiento que me permitiera una hora de reposo. Y lo encontré. Pero, al parecer, alguien más lo encontró. Un muchacho de pelo rubio y ojos celestes fue a sentarse justo al banco que yo había visto libre hacía unos segundos. No me desanimé y le pregunté si podíamos compartir el asiento. Me dijo que sí por lo que me acomodé en un extremo del banco con mis cosas y mi vasito de café. Nos quedamos en silencio. Un silencio raro. La proximidad de nuestros cuerpos exigía que nos miráramos, que nos dijéramos alguna cosa, aunque más no sea para comentar cómo las palomas volaban en picada hasta casi estrellarse en la cabeza de los transeúntes. Y, efectivamente, eso fue lo que sucedió. Espontáneamente surgió la charla.

Al instante, si queremos, podemos tocar una fibra de un otro sin siquiera conocerlo. ¿Quién era este muchacho de ojos claros? Ni idea. ¿En qué trabajaba? ¿Por qué estaba allí? Parecía menor de lo que luego resultó. Y, claro, yo también parecía menor. ¿Por qué alguien de 31 años estaría sentado en un banco de una plaza con un vasito de café en la mano? ¿No tendría que estar haciendo cosas importantes de su vida? ¿No tendría que estar produciendo, trabajando, divirtiéndose, algo, no lo sé, en vez de estar contemplando una plaza desde un banco de madera, solos? ¿Por qué?

Es tan extraño que todos seamos extraños.

domingo, 10 de febrero de 2008

Regalo

Después de muchísimos años alguien -quien nunca antes había venido a mis cumpleaños- me pidió que cantara ese día. Por el simple deseo genuino de escuchar. Su felicidad me contagió. Cuando cantamos para quien quiere escuchar y se deleita con nuestro sonido, el alma se engrandece. Ayer, mientras hacíamos café, a la una de la mañana, esta amiga me dijo: es tu cumpleaños y sos vos la que nos está haciendo regalos, debería ser al revés. Me morí ahí mismo. ¿Mi canto es un regalo? De pronto, advertí que era la causante de la felicidad en los allí presentes. Su escucha, sin embargo, era la causante de mi propia felicidad.
El hecho artístico es así. Das, recibís, das, recibís. Y al final ya no se sabe si el dar y el recibir forman parte de la misma rueda.
El regalo estaba en el permiso para que el hecho artístico se produjera. El permiso de cada uno de los presentes era su regalo.

jueves, 7 de febrero de 2008

El árbol del yoga


Utilizar las palabras de otro y decir luego que practicamos yoga es lo que yo llamo un calco. Es una inteligencia prestada. La inteligencia prestada no puede volverse meditación.

B.K.S Iyengar, El árbol del yoga

¿om shanti?

El primer piso es viejo y tiene la pintura desgastada. Una enorme bandera batik con el símbolo "om" corona una de las paredes. Desconfiás de ese "om" pegado a la pared como una estatuilla a la cual se adora sin mucha convicción. Desconfiás del batik. No es que no respetes el "om". Siendo tan redondo y perfecto, como un estanque de agua pura y uno cayendo en círculos por las hondonadas del silencio. ¿Será que no te gustan las banderas ni los amuletos? El piso de pinotea está gastado y tiene desnivel. Te acostás en una de las colchonetas en savasana y te quedás allí, olvidada de todo y de todos. Escuchás los sonidos de la calle, motores, silbidos, viento, voces agitadas: la vida por la ventana. Llegan más alumnos que se acomodan en otras colchonetas. Los sentís sin verlos. Como un animal en una oscuridad aterciopelada y protegida. Savasana es conocida, tantas veces transitada. Sentís como alrededor el murmullo crece, el movimiento imprevisto de los cuerpos desmorona la oscuridad aterciopelada. La calma deja de ser y empieza a actuar.

La clase comienza.

La profesora es delgadita y de ojos claros. Tiene la expresión dura, trabada. ¿Cree que su labor docente es estar ahi? Jamás explica cómo, por qué, qué músculo se estira, a dónde hay que llevar el aire. No hay resistencia. Los alumnos son corderos. ¿Alguna vez se han puesto a pensar el poder que tiene un maestro, ya sea, de cualquier índole?

Los corderos no piensan. Se entregan.
Te sentís un lobo en el medio de tantos corderos.

Pranayama. Kapala -bhati. Sensación de que la cavidad pulmonar va a estallar. Te limitás a mirar. Iyengar aclara desde un comienzo que pranayama nunca debe hacerse antes de las asanas. Y tampoco es aconsejable practicar luego de asanas fuertes. Muchos de los movimientos de pranayama son infinitamente sutiles. Viloma es más suave. Te corrije el dedo con el que tapás la fosa nasal izquierda.

Nadie puede hacer el ciclo de sirsasana. Desprecian los elementos porque esto es hatha yoga y no hay elementos. Te preguntás a qué llama esta gente hatha yoga. Una mujer adelante mío tiene la espalda curvada y nadie le dice nada. ¿Esta chica sabe dónde está su sacro? ¿Sabe lo que es un isquiotibial? ¿O cree que el mantra la va a salvar del dolor de espalda de mañana?

Purvotanasana. Ahora sí, desconfiás de ella. Le harías tragar la bandera batik a ella y a su grupo de alienados. ¿No corregís porque no sabés corregir o porque no te importa? Puntada en la lumbar derecha. Esta es la señal de que todo anda mal. La lumbar derecha siempre avisa antes que la izquierda. Rogás que la clase termine pronto. Las asanas se van amontonando unas tras otras. Sin control. No encontrás el sentido de pasar de un asana a otra.

¿Existirá la frase: no dirás "om" en vano?

Ya sabés dónde encontrarnos, te dice, cuando la clase termina.
Sí, decís, ya sé dónde encontrarlos.
Y pensás: yo voy en dirección contraria.

martes, 5 de febrero de 2008

Si el canto no se levanta

Yo nunca miro a la rosa
por su color de quimera,
la miro porque ella tiene
la sangre de los que sueñan
porque en sus gajos florecen
las manos del que la siembra.

Si el canto no se levanta
como la hoguera del fuego,
si no libera las penas
de los que están en la tierra
de nada sirve que suene
la voz de la chacarera.