21/4/20

Soy una profe de yoga

Soy una profe de yoga. Todo virtual, todo on line.
Te grabo un video, te hago una transmisión en vivo.
Yo, que no podía sacarme ni una selfie.
Les juro que no me reconozco.

18/4/20

Y la campana invisible se hace aire

Me quedó bastante harina de motze (mi abuela Ester lo pronunciaba así) y sería un desperdicio que se echara a perder. Voy a hacer kneidalej para varios y luego llevarles un táper a mis viejos que viven acá a ocho cuadras. La comida de la infancia es poderosa y mi mamá con la cuarentena anda deprimidísima. Estoy decidida a levantarle el ánimo con los kneidalej que hacía mi abuela.
Seguramente no saldrán parecidos porque nunca heredé sus recetas. Pero eso me tiene sin cuidado. Mi abuela no era buena cocinando. Lo que importa acá es el gesto. La mano de mi compañero hace esa magia. Yo no sé que tienen esas manos...

Salir de casa nos pone cada vez más nerviosos. Hacemos toda la rutina de colocarnos la ropa de calle, los barbijos, subirnos al auto. Los kneidalej pasan a un segundo plano. El plan es no salirnos del camino, ir directo, dejarles el táper y volver. Durante el trayecto observo lo obvio: calles vacías y árboles dorados por el otoño. Lo bello, vedado. Miramos el mundo a través de una campana. El aire limpio y soleado no pasa por el barbijo que tapa mi boca y me deja a solas con mi soledad.

Veo a mi mamá a la distancia de un metro y medio y es como sostener un pañuelo que seca lágrimas ausentes. La tristeza está ahí pero no se ve. Le entrego el táper y empiezo a sentir la desolación de mi acción inútil. Mi mamá me agradece, incluso trata de sonreir. Hacemos unos comentarios en voz alta, no sé por qué desde que comenzó la cuarentena todos hablamos a los gritos, como si realmente existiera un campana invisible que nos envuelve y nos separa del mundo. Me doy cuenta que además no sé hablar con barbijo.

Volvemos a casa como aquellos animales asustados que intentan esconderse en un pozo. Nos sacamos los zapatos. Nos lavamos las manos, ponemos a lavar los barbijos. Me enojo conmigo misma. Podría haberle hecho una compra, algo de la farmacia que seguro le faltaba, hacer algo útil.

Bueno. 

Mi mamá me acaba de llamar. Se está riendo. Creo que habrá que aprender a esperar, que la comunicación ahora llega con delay. Pero cómo saberlo si no puedo quedarme con ella y verla saborear ese plato, cómo saberlo si no puedo traspasar el umbral de su casa. Entonces resta esperar. Como cuando uno escribe un texto, lo publica y espera a que alguien lo lea, le de un sentido a esa acción.
Un sentido. Ahí es cuando lo inútil se torna bello y la campana invisible se hace aire.



17/4/20

En el siglo XV no se consigue

El pan de masa madre fue un fiasco con un sorprendente buen sabor. ¿Qué significa esto? Que me quedó un pan chiquito, medio deforme, levó poco pero... el sabor es exactamente el sabor agrio que yo recordaba de los panes de masa madre que alguna vez compré en alguna feria. La miga era la miga típica de la masa madre, toda agujereada y hasta se creó un poquito de corteza ya que le metí una bandeja con agua al horno de mierda que tenemos en casa. O sea que con todas las de perder, (harina de súper, un frío de cagarse donde ni a palos la cocina estaba a 25 grados, un horno que hace lo que quiere y cuando quiere) haber logrado este resultado me pone muy muy feliz.
De ahora en más voy a contar los días de la cuarentena en panes de masa madre. Cada uno me lleva más o menos una semana así que espero que no sean muchos. Y si son muchos que el resto salgan mejores.

16/4/20

Volver al siglo XV

Cuando le cuento a mi papá que estoy haciendo pan de masa madre y todos los pasos que eso conlleva me dice: ¡pero volviste al siglo XV!
Bueno.
Ya han pasado cinco días y la masa madre huele bien, ha duplicado su tamaño y tiene la consistencia de una mousse. No lo puedo creer. ¡No lo puedo creer!
No se puede hacer esperar a un gran amor así que pongo manos a la obra. Mezclo tres partes de harina con dos de agua y una de masa madre, integro los materiales y los dejo reposando una hora. Este un proceso que tiene un nombre muy lindo y que lo descubrió un experto en pan llamado Raymond Calvel en 1974. Búsquenlo, está en Wikipedia. Se llama autólisis. Parece magia porque uno no hace nada, sólo deja que la masa se amase sola.
Luego hago los primeros cuatro pliegues. La masa está blanda y se deja estirar. La puedo plegar casi sin problemas. Espero media hora. La segunda vez sale mejor. No se me pegotea, qué lindo. Vuelvo a esperar media hora. La tercera vez... ¿qué hago, la vuelvo a plegar o la dejo reposar un par de horas? La pliego por tercera vez. Listo. Ahora sí, a esperar dos horitas.
Como hace un frío de cagarse mi compañero prendió el horno de antemano. Un genio. Pensó en mi masa. Díganme si eso no es amor. Pero la masa está, digamos, casi igual que dos horas atrás. ¿Qué hago? ¿Un cuarto pliegue? ¿Me arriesgo a hacer el pan así? Me arriesgo. De última quedará una especie de chapati. Esparzo harina en la mesada y logro un bollo bastante digno.
Ahora 24 horas a la heladera y mañana será otro día.

15/4/20

Un pequeño rasgo inmenso

Ya está. Hoy lo decidí. No voy a cortarme más las uñas. Me las voy a dejar largas. Esta es mi forma de decirme a mi misma que si ya no soy una terapeuta de shiatsu (al menos no hasta que se termine esta cuarentena) mis uñas crecerán libres.
Hablando de uñas, ayer la gata en un ataque de nervios, me dio un zarpazo en la mano. Supongo que está harta de mi y quiere que me vaya, como me iba antes cuando la dejaba sola para que ella desplegara su pequeña vida felina mientras yo trabajaba. La gata ha dejado de ser un poco gata y yo he dejado de ser una terapeuta. Estamos a mano.
Pero vuelvo a las uñas. Ya está, ya lo decidí. No me las voy a cortar. O quizás me las vuelva a cortar pero con formas raras. Nunca supe bien cómo eran mis uñas libres. Antes de ser terapeuta de shiatsu tenía la costumbre de sólo cortarme las uñas de la mano izquierda y dejarme redonditas las uñas de la mano derecha. Costumbre que empecé a las once años cuando abracé una guitarra por primera vez y Jorge, mi primer profe de guitarra, intentó enseñarme a sacarle un sonido más o menos decente. Fue él quien me quitó esa horrible costumbre que tenía de morderme las uñas. Porque de chica mis uñas estaban siempre rotas y comidas hasta el borde. Era una costumbre espantosa pero yo no me daba cuenta, era lo normal. En mi casa, mi mamá se comía las uñas y era un rasgo que no parecía que se pudiera cambiar. Como una de esas recetas familiares, un rasgo heredado, una manera de ser. Pero mi amor por la guitarra y un poco también porque otra alumna de Jorge me mostró sus uñas perfectas y a mi me dio una envidia tremenda, dejé de comérmelas y empecé a cuidarlas con esmero y fruición. Incluso llegué a comprarme un fortalecedor de uñas que tenía brillito.
Entonces ahora que lo pienso, mis uñas nunca fueron realmente libres. Primero mordidas luego limadas y finalmente cortadas con la prolijidad de un cirujano una vez a la semana.
Entonces no está mal dejar que mis uñas se muestren por primera vez tal como son. Y me gustan. Son fuertes, tienen la forma perfecta que enmarca mis dedos y no se quiebran.
Capaz de esto se trata esta cuarentena: descubrir en estos gestos un pequeño rasgo inmenso.

14/4/20

Masa madre

Quien hubiera dicho que un puñado de harina mezclado con agua de la canilla iba a ser el comienzo de una especie de amor. El primer día lo hice con bastante poca fe. Un par de cucharadas en un frasco de harina común (la única que había en casa) y un poco de agua. Mezclé hasta que se hizo una crema. Luego tapé el frasco. Después medio que me olvidé pero al día siguiente fui a mirar qué había sido de la cosa cremosa. Estaba pálida, algo grumosa, tenía un leve aroma ácido. No me gustó para nada. Pero ya estaba en el baile así que le tiré otro par de cucharadas, agregué un poquito más de agua y cerré las ventanas de la cocina. Ese día usé el horno para ver si la cosa crecía un poco. Creo que se sintió mimada. Al día siguiente estaba espumosa, un leve aroma frutado. Me envalentoné. Le empecé a hablar (como a las plantas). Pero cuando hoy (tercer día) le iba a agregar el harina sentí una puntada de angustia. Le agregué agua, quedó un poco acuosa, ¡no! ¡Horror! No hay nada peor que ver esa masa espumosa desinflarse, amigos. Es como cuando el amor se nos va, irremediablemente, no hay forma de retenerlo, todo lo que sube baja, todo lo que se expande, se contrae. El tiempo es inexorable, la arena se escurre entre los dedos.

Ah, mañana les cuento si pude hacer pan.

13/4/20

Genius

Ayer por la tarde vimos "Genius", un film basado en una historia real que trata sobre la amistad entre un escritor y su editor y el amor que tienen por la literatura en una Nueva York de 1929. El escritor es Thomas Wolfe y el editor es Maxwel Perkins. La película es hermosa y las actuaciones de Jude Law (Thomas Wolfe) y Colin Firth (Max Perkins) son impecables.
Entre otras cosas me pareció hermoso que la película destierre esta idea de que alguien puede crear algo en completa soledad. De que el genio es producto de una mente solitaria. Al contrario, la genialidad de los escritos es porque allí hay un diálogo entre el escritor y el editor. Y en ese diálogo está la amistad y el amor por las palabras.
Personalmente no he leído nada de Wolfe. Parece que sus novelas eran inabarcables, verborrágicas. Perkins le dio un cauce a ese desborde.
Qué necesario es el otro para vernos, qué necesario es el otro para que surja lo mejor de nosotros. Qué necesario es el encuentro.
En estos tiempos solitarios en donde la comunicación se ha vuelto tan virtual que no hay lugar para el otro sino para un yo y otro yo separados por la pantalla esta película se vuelve indispensable.


11/4/20

Ella dice

Ella dice
me muero de dolor,
ya no aguanto más,
las cosas perdieron sentido.
Ella dice
las mañanas son lo peor.
Entonces ya sé que no debo llamarla por la mañana porque tiene mucho orgullo y antes que estar dolorida prefiere estar enojada.
En la vida de antes yo habría sabido como hablarle.
Mejor la llamo después del mediodía.
Me la imagino chiquita, tomando su café,
prendida al hilo telefónico de mi voz.

10/4/20

Lo que no cambia en una cuarentena

Por la noche recibimos un mensaje de nuestra amiga L.
-Van a recibir un regalito de parte nuestra mañana. Se los voy a mandar en una moto. Si quieren lo pueden desinfectar.
Nos reímos. ¿Nos reímos? Estamos ya en la cama a la luz de los veladores. Nos vamos a dormir intrigadísimos pensando en qué nos enviará L al día siguiente.
Llega la mañana. L nos manda un mensaje:
-La moto ya está en camino.
Mi compañero me pregunta si está bien darle 100 pesos de propina al motoquero. Si está bien que no quiera tocarle las manos al motoquero. Si está bien que desinfectemos "el regalo".
Me pongo guantes de goma. Preparo la lavandina para cuando llegue el regalo. ¿Cómo era? Una medida por diez de agua. Me acuerdo del meme que anda dando vueltas por toda internet: un tigre de bengala que le dice a otro tigre de bengala albino: una medida por diez de agua. Y el tigre de bengala albino lo manda a la mierda.
Llega la moto. Es una caja. ¡Es una caja de vinos! ¡Es una caja de vinos de una bodega que le gusta mucho a L! Traemos la caja de vinos a la cocina con gran cuidado.
La depositamos en una mesada. Le pasamos el trapo con la lavandina, pasamos el trapo con la lavandina a la superficie donde apoyamos la caja, luego vamos desandando todo el camino por donde anduvo la caja hasta llegar al picaporte de la puerta.
-¿Le pasamos también lavandina a las botellas de adentro?
-¿Vos me estás jodiendo?
-No.
Le escribimos a L que es la mejor amiga del mundo mundial. Si hay algo que no cambia en esta cuarentena es que beber con amigos (aunque más no sea a la distancia) sigue siendo un placer muy especial.

7/4/20

Cuarentena por Paul B.

Caí enfermo en París el miércoles 11 de marzo, antes de que el gobierno francés decretara el confinamiento de la población, y cuando salí de mi cama, el 19 de marzo, algo más de una semana después, el mundo había cambiado. Cuando entré en la cama el mundo era próximo, colectivo, pegajoso y sucio. Cuando salí se había convertido en lejano, individual, seco e higiénico. Mientras estuve enfermo no me resultaba posible evaluar lo que estaba sucediendo desde un punto de vista político o económico, porque la fiebre y el malestar se apoderaban de mis energías vitales. Nadie es filósofo cuando le estalla la cabeza. De vez en cuando miraba las noticias, algo que solo servía para incrementar el malestar. La realidad no podía distinguirse de un mal sueño y la primera página de todos los periódicos era más inquietante que cualquier pesadilla causada por mi delirio febril. Durante dos días enteros decidí no abrir una sola página de internet como prescripción ansiolítica. A eso y al aceite esencial de orégano es a lo que atribuyo mi curación. No tuve dificultades para respirar, pero tuve dificultades para pensar que podría ser respirando. No tuve miedo de morir. Tuve miedo de hacerlo solo
Lo primero que hice cuando salí de la cama después de estar enfermo con el virus durante una semana tan inmensa y extraña como un nuevo continente, fue hacerme a mí mismo esa pregunta. ¿Bajo qué condiciones y de qué forma merecería la pena seguir viviendo? Lo segundo, antes de encontrar respuesta a esa pregunta, fue escribir una carta de amor. De todas las teorías del complot que he leído la que más me seduce es la que dice que el virus fue creado por un laboratorio para que todos los loosers del planeta pudiéramos recuperar de una vez a nuestros exs – sin vernos forzados sin embargo a volver con ellos.Entre fiebre y ansiedad, se me ocurrió que los parámetros a través de los que se organiza el comportamiento social habían cambiado para siempre y que ya no podrían ser modificados de nuevo. Esto fue lo que sentí como una evidencia que se abría paso en mi pecho, al mismo tiempo que mi respiración se ampliaba. Todo quedaría fijado en la forma inesperada que ahora habían tomado las cosas. A partir de ahora, tendríamos acceso a las formas más excesivas de consumo digital que pudiéramos imaginar, pero nuestros cuerpos, nuestros organismos físicos, estarían privados de todo contacto y de toda vitalidad. La mutación tomaría la forma de una cristalización de la vida orgánica, de una digitalización total del trabajo y del consumo y de una dematerialización del deseo. Los que estaban casados estarían a partir de ahora y ya para siempre condenados a estar veinticuatro horas al día con la persona con la que se habían casado, independientemente de la amaran o la odiaran, o ambas cosas al mismo tiempo – lo que dicho de paso, es lo más habitual: el matrimonio se rige por una ley de física cuántica en la que no hay oposición de términos contrarios, sino simultaneidad de lo aparénteme dialéctico. En esta nueva realidad, los que habíamos perdido el amor o no lo habíamos encontrado a tiempo, es decir, antes de la gran mutación del Covid-19, estamos condenados a pasar el resto de nuestra vida totalmente solos. Sobreviviríamos, pero sin tacto, sin piel. Los que no se habían atrevido a decir a la persona que amaban que la amaban, ya no podrían reunirse con ella aunque pudieran expresarle su amor y tendrían ahora que vivir siempre en la imposible espera de un encuentro físico que ya jamás se produciría. Los que habían elegido viajar, quedarían para siempre del otro lado de la frontera y los burgueses que se fueron al mar o al campo para pasar en sus agradables residencias secundarias los días del confinamiento (pobrecitos) ya no podrían volver nunca más a la ciudad. Sus casas serían requisicionadas para acoger a los sin domicilio fijo que sí vivían en la ciudad. Todo quedaría fijado en la nueva e imprevisible forma que las cosas habían tomado después del virus. Lo que parecía ser un confinamiento temporal se extendería durante el resto de nuestras vidas. Quizás las cosas volvieran a cambiar, pero no para aquellos que ya teníamos más de cuarenta años. Esa era la nueva realidad. Entonces tuve que pensar si merecería la pena seguir viviendo así. ¿Bajo qué condiciones y de qué forma merecería la pena seguir viviendo?

Cargada de toda la ansiedad y el lirismo acumulado durante una semana de enfermedad, de miedos y dudas, la carta a mi ex no era solo una desperrada y desesperante declaración de amor, sino y, sobre todo, un documento vergonzante para el que la firmaba. Pero si las cosas ya no podían cambiar, si los que estaban lejos ya no podrían volver a tocarse jamás, ¿qué importaba el ridículo? ¿Qué importaba ahora decir a la persona que amas que la amas aunque ella ya te haya olvidado, o incluso remplazado, si de todos modos ya nunca podrías volver a verla? El nuevo estado de cosas, en su inmovilidad escultórica, concedía un nuevo grado de what the fuck incluso al propio ridículo. Escribí aquella bella y horriblemente patética carta a mano, la metí en un sobre blanquísimo, escribí sobre él con mi mejor letra el nombre y la dirección de mi ex. Me vestí, me puse una mascarilla, los guantes y los zapatos que había dejado en la puerta y bajé hasta la entrada del edificio. Allí, siguiendo la lógica del confinamiento, no salí a la calle, sino que me dirigí al patio de las basuras. Abrí el cubo amarillo y, puesto que se trataba de papel reciclable, metí en él la carta para mi ex. Volví a subir las escaleras hasta mi apartamento. Dejé los zapatos en la puerta. Entré en casa, me quité los pantalones y los metí en una bolsa de plástico, me quité la mascarilla y la puse a ventilar en el balcón, me quité los guantes y los tiré a la basura, y me lavé las manos durante dos interminables minutos. Todo, absolutamente todo, estaba fijado en la forma que había tomado después de la gran mutación. Volví a mi ordenador y abrí mi correo electrónico: y ahí estaba, un mensaje de mi ex titulado "pienso en ti durante la crisis del virus".

Paul B. Preciado. 

6/4/20

Misceláneas

Querés hacer berenjenas pero de pronto te das cuenta de que no es buen momento para quedarte sin aceite, vinagre, sal.
Querés hacer una torta pero te das cuenta de que queda poca harina y mejor guardarla para la masa de las tartas saladas. 
Querés hacer un guiso y le metés menos cebolla porque tenés que racionar para que te alcance lo más que se pueda. 
Querés tomarte todo el vino pero te das cuenta de que era más divertido compartirlo con amigos que hacerlo via zoom, con una camarita pedorra, con la internet que va y viene (y además tiene que alcanzar). 
Se te muere el teléfono y no podés salir a comprarte uno nuevo. Agradecés tener el anterior funcionando (4 gigas de memoria, amigos, dejen de enviar videítos, la puta madre) y que todavía sirva para instalar el whatsapp nuestro de cada día (cada vez más complejo). 
Se te acaba el shampoo sólido y ya fue, volvés al shampoo con envase de plástico porque no hay shampoo sólido en los negocios cerca de tu casa y no vas a romper la cuarentena para salvar al planeta de un envase de plástico. 
Se te corta el video que estabas grabando para la clase de yoga y decís, máh, si, yo subo el video igual, ya no te importa la desprolijidad, lo importante es la actitud.
Se extraña a los que hoy están lejos y no se puede abrazar y antes estaban tan cerca que no los abrazabas tanto. 

5/4/20

Ya no es verano

Hace unos meses (era verano y no había pandemia) mi suegra le pasó a Nico su receta de cómo hacer sus berenjenas en escabeche. De hecho, esa tarde hicieron juntos la receta. Cuando Nico descubrió los mil pasos que su mamá hacía para que las berenjenas le quedaran espectaculares le pidió perdón por todas las veces que le había pedido que le hiciera un frasco de berenjenas.

Hoy hicimos su receta.

La verdad, Zuly, es que te extrañamos. Ahora están en un frasco, habrá que esperar a que tomen sabor. Estoy segura de que quedaron espectaculares y ya no nos pareció tanto trabajo. Tenemos todo el tiempo del mundo, ya no es verano y estamos en el medio de una pandemia.

1/4/20

Sostener desde la voz

Con la pandemia el trabajo de todos ha cambiado.
Algunos ya no tienen trabajo, otros se reinventan con el teletrabajo, otros intentan inventar lo que no existe.
Las sesiones de shiatsu, bien gracias. No creo que vuelva a tocar a un ser humano hasta la primavera o hasta que salga la vacuna contra el COVID-19. El arte de "tocar" a partir del tacto real se ha reducido a la nada misma. Cero. Kaput.
Se vuelven fuertes, sin embargo, todas aquellas terapias donde la voz sostiene el contacto.

Al final de una clase particular, via Zoom, con una parejita que ya tomaba clases presenciales conmigo, se cortó la luz. La comunicación quedó pendiendo de un hilo. La pantalla se puso negra y escuchaba voces entrecortadas. Estábamos ya casi al final de la clase.
La llamé a ella a su celular y le dije que me pusiera en altavoz.
-No es importante que nos veamos. Simplemente escuchen mi voz. Voy a guiar la relajación.
Savasana, la dulce savasana nunca puede faltar en una clase de yoga.
Es, les diría, el momento clave en donde todos los beneficios de la práctica descienden sobre el cuerpo. Cuando la energía encuentra su cauce.
Cerré los ojos y los imaginé recostados en sus mats. Con el celular en la mano fui dando pautas de respiración, visualizaciones claras y luego cerramos cantando el om tres veces. Desde la opacidad del celular escuchaba sus voces sostenidas por ese hilo de comunicación.
Cuando la práctica terminó escuché sus palabras de agradecimiento.
Ah, la voz, la voz que sostiene la práctica. La voz que sostiene la mirada hacia adentro.
La voz que guía hacia el propio silencio.