miércoles, 23 de julio de 2025

un café

Me tenía que hacer un estudio médico en un reconocido hospital que queda a una hora de mi casa. Es un estudio que repito todos los años desde que tuve el melanoma. Ya es casi una rutina. Me pido un turno con tiempo con la idea de luego tomarme un café en las inmediaciones del establecimiento. Hago esto para no sentir que el único propósito de ir hasta allá es que me examinen exhaustivamente todos los lunares (ellos le llaman nevos) de mi cuerpo. Me hago el estudio y luego elijo un barcito donde me quedo un ratito boludeando frente a una ventana que muestra el quilombo infernal de la ciudad. 

Pero a medida que pasan los años tomar un café y tener una ventana para mirar (lo que sea) se hace cada vez más complejo. Antes era algo tan normal, lo dábamos por sentado. Era un hábito que incluso aparecía en la literatura argentina. Tomar un café, boludear, mirar por la ventana, leer, qué se yo.

La primera vez que me hice este estudio entré al bar de la esquina del hospital. Me pedí un café con leche y me quemé la lengua porque estaba muy caliente. Sentí que podría haber elegido mejor el lugar pero me quedé un rato esperando a que el café con leche se enfriara. No estuvo mal pero me deprimí un poco con el trajín de los laburantes, el diario Clarín manoseado por tantas manos, la tele dale que dale y la ventana sucia. 

La segunda vez ya el barrio estaba plagado de cafés de especialidad. Me acuerdo de que dudé un instante en entrar a un lugar con nombre de fábrica, mucho acero, madera y olor a bollería danesa. Pero recordando la experiencia anterior decidí que por qué no probar algo nuevo. Una vez adentro todo fue confuso. Los tamaños de las tazas, cuántos shots, que si la leche fría o espumosa... no pude mirar por ninguna ventana, no pude leer ni una línea de mi libro y el café me lo tuve que tomar rápido porque estaba frío y agrio. La experiencia fue un fiasco. 

La tercera vez me tuve que conformar con una café al paso. Ni ventana, ni librito, ni tiempo, nada. Un mal de esto tiempos. 

Por eso la cuarta vez volví a entrar al bar de la esquina del hospital y lejos de deprimirme me sentí como en casa. Pedí un cortado y me trajeron exactamente lo que yo quería. La moza me preguntó ¿en jarrito? Y yo la amé. Un cortado en jarrito es todo lo que necesito para resetear mi día luego de que me miraron la piel como un jeroglífico. La medialuna era normal. Incluso estaba rica. Nada del otro mundo pero rica. En ese momento es cuando te das cuenta de cómo el mundo se fue al carajo. Cuando una medialuna cualunque te parece rica porque todo lo demás te sabe a fiasco. La ventana estaba sucia pero se veía gente real y pude por un momento sentir que no estaba nada mal estar ahí, un rato, ocupar ese espacio, quedarme quieta, sentir el barullo de la ciudad, el trajín de los laburantes, oler el olor a quemado del café de la máquina, la desidia del chabón que pasa el trapo al mostrador, la chica que te alcanza la taza, el viejo que se saca un moco de la nariz mientras lee Clarín, la tele dale que dale, la vida del orto que estamos teniendo expresándose en todas su formas, perfectamente, sin ninguna pretensión de disfrazar el olor a mierda. 


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