martes, 16 de septiembre de 2025

Ahora

Dice un gurú que cuando alguien muere y ha reunido suficiente ropa para tres vidas, suficiente calzado para diez vidas... quemar todo eso sería puro desperdicio. Es común, en esos casos, que se lave toda la ropa, se la disperse por varias regiones. Nunca se da a una sola familia. De esa manera se ayuda al muerto a que no quede arraigado a un sólo lugar. 

Dice la RAE respecto de la palabra ajuar: "Conjunto de muebles, enseres y ropas de uso común en la casa". O bien: "Conjunto de enseres y ropas aportados por la mujer al matrimonio". Hasta hace unos días no me había atrevido a probarme tu ropa sin antes lavarla. Pero ayer se me fue todo el pudor. Hace rato que parte del ritual es cambiar tus objetos de lugar. Despejar lo que se pueda, cajones, estantes, la cómoda. De tu mesa de luz se encargaron los chorros. Dejaron un reguero de papeles, cartitas por el piso que yo fui juntando y poniendo en una caja de zapatos que guardé en el placard de otra habitación. Sigue habiendo cosas tuyas en el cuarto matrimonial pero son cosas lindas que sé que a papá le hace bien tenerlas cerca. Están tus medallitas, la lupa que usabas para leer, tus lentes de ver de cerca, tus lentes de sol, fotos que separaste especialmente para mostrarle a tu psicólogo y que ahora están en un montoncito en el primer cajón, tu cartera verde, la última que usaste para ir al hospital también está en ese cuarto. Ya no tiene nada adentro. Solo una estampita de la virgen María.

Lo primero en irse fueron todos los estudios médicos, una parva gigante de radiografías, tomografías, recetas. Sé que hubieras estado de acuerdo conmigo porque fue lo primero que hiciste cuando murieron tus propios padres. No querías esa huella material presente de la enfermedad. Preferías recordar a tu papá en un chaleco, en las fotos, en el geloso que guardaste con amor y que ahora está en tu escritorio. De tu mamá guardaste algunas joyas que se llevaron los chorros. Y algunos pañuelos de seda que hoy atesoro en un cajón de mi placard. Quisiera preguntarle a mi amiga Lau que hace encuadernación si se puede hacer un cuaderno con esas telas. Estoy segura de que me va a decir que sí.

Entonces... la ropa que aún no había encarado era la que estaba colgada en perchas. La había juntado toda en otro placard. Camisas, sacos, accesorios. Tu ropa linda, tu ropa buena, cara. La que usabas en ocasiones especiales. La gata pululaba por los rincones siseando malhumorada y tensa. Como una hermana pequeña que no quiere compartir. Nos quedamos las dos por un momento calladas, inmóviles frente al placard. Bajé la persiana (en ese cuarto no hay cortinas) y prendí una lámpara. Me quité el pulóver, la remera. Hacía frío pero yo no tenía frío. Descolgué una camisa. Me la probé. Tu olor me invadió. Me dejé abrazar. Bailé frente al espejo. Te agradecí la vida, los momentos que supimos estar juntas. Hablamos. Hablamos mucho. Me ibas diciendo: eso te queda hermoso, quedátelo. Probate esta, esta no, te va a quedar chica. Esta camisita la compartíamos, ¿te acordás? Esta no te gustó cuando te la regalé y me la quedé yo. Y esta otra y esa de ahí y la de más allá... la gata siseaba, yo me iba poniendo y sacando mudas de ropa, mudas de piel, mudas de palabras. Hasta que.

El tiempo pasa. El polvo se acumula pero se vuelve a limpiar. La gata ya no sisea. Me mira tranquila desde su rincón y se lame mientras yo sigo ordenando algunos papeles y ropa. A veces se me acerca y me pide jugar. Entonces hago un bollito de papel, se lo tiro y ella salta. Veo su cuerpo esbelto y blanquecino captar el bollito de papel y me maravillo ante esa pequeña vida felina que supo amarte, adorarte y que ahora te está duelando... como todos nosotros.

Ya está, mamá. Ya me probé tu ropa. Ya la llevé a cumpleaños, eventos, conciertos, casamientos. Ya paseé tus pertenencias por el mundo vivo.

Ahora volvé.

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