Enero: leer los diarios se ha transformado en una tarea lastimosa. No hay paz, ni calma, ni abrazos que puedan calmar el dolor social. Despidos por doquier. Endeudamientos injustos que otras generaciones, además de la nuestra, tendrán que pagar. Nos enfermamos pero nos reponemos. Por primera vez pensamos, qué bueno que no tuvimos hijos para que no tengan que sufrir esta mierda.
Febrero: Todo va de mal en peor. Cumplo 39 años y coincide con el carnaval que aún sigue siendo feriado. Nos escapamos unos días a Uruguay, Colonia. Calor, humedad, ahogamos nuestras penas en faisán.
Marzo: comienza la vorágine del año. Mucho trabajo y poco dinero. Querer crecer y no poder. Querer tomar decisiones y no poder. El aire, enrarecido. Igual hay gente que está mucho peor. Nosotros al menos podemos pagar la luz, el gas, el agua y la comida.
Abril: acostumbramiento. El alma reconoce lo noventoso de estos tiempos. Qué feo no poder hablar con los vecinos, con la familia, con algunos amigos. Qué feo mirarse feo y sentir que la grieta es tan grande, tan distintos los deseos de cada uno: que a mi me emocione que la gente de menos recursos tenga trabajo y pueda educar a sus hijos y que a otros les emocione poder comprarse dólares y viajar al exterior.
Mayo: un frío de cagarse y la cuenta del gas que sube a extremos exorbitantes. Decidimos no arreglar las estufas de la casa. Empezamos a escuchar otras vías, mirar para afuera y sentimos que el mundo no está mejor que nosotros. Las derechas del mundo toman el poder. Que futuro nos espera mamita. En lo personal, descubro que la eutonía tiene mucho que enseñarme y aportarme. Reencuentros con mi maestra de eutonía de la adolescencia y nuevas amistades.
Junio: agarramos el auto y nos vamos una semana a Carhué. Conocemos las aguas más increíbles y sanadoras del mundo y la historia de un pueblo que sufrió una catástrofe natural que podría haber sido evitada si no hubiera sido por la negligencia de las autoridades del momento (dictadura militar y menemismo mediante). Lo demás, dejalo ahí.
Julio: ¡un frío de cagarse! Pero llegamos a mitad de año. No puedo quejarme, trabajo de lo que me gusta. Doy clases de shiatsu, sesiones. Sigo aprendiendo de la eutonía y estoy seriamente pensando en que quiero estudiar algo más que nutra mi trabajo de terapeuta de zen shiatsu. Sólo que aún no sé bien qué.
Agosto: Arranco con las clases en la facultad y presiento que este año tendrán un papel importante en mi vida. Me tocan alumnos muy golpeados por la crisis. Siento por primera vez que la semiótica puede ayudarlos.
Septiembre: Reconectar con el agua, volver al jahara, que sea una puerta abierta para algo más que aún no sé bien qué es. Hacer algo por el simple hecho de tener ganas de hacerlo sin pensar en lo que pueda salir de ello. Y que sea un descubrimiento para llevar a las terapias de tierra que estoy haciendo.
Octubre: Descubrir la técnica Alexander y empezar a sanar algo que no sabía que se podía sanar. Resulta que para conectar la columna vertebral había que plegarse. Alguien de la familia se enferma y pasamos un mes en varias salas de espera. Descubro las propiedades curativas del origami. Primera marcha de mujeres.
Noviembre: Mucho cansancio pero todo va llegando a su fin. Las clases, las sesiones, un proyecto que me daba trabajo se va al diablo y se termina abruptamente. Nos vamos un fin de semana a la playa a despejarnos y conectamos con el mar.
Diciembre: Cierres de todo tipo. Recibo la gratitud de mis alumnos y pacientes. Hermoso. Descubrimos también que tener salud es el tesoro que te permite elegir. Somos privilegiados en muchas cosas y somos conscientes de ellos. Vienen las Fiestas y todo vuelve a recomenzar.
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