miércoles, 19 de febrero de 2020

Ah

La práctica de los martes ha ido mutando a lo largo de todo un año. Hasta ahora nunca han sido los mismos. Durante este verano puse a prueba mi compromiso. Estuve allí, todos los martes, con alumnos y sin alumnos. No importaba realmente. Lo que importaba era dedicarle  un poco de mi energía a ese espacio. Despejar el salón, abrir las ventanas, desplegar el mat, cantar el om. Y que algo se abriera.

Ayer vinieron tres. Una de ellas ya es mi alumna hace un tiempo, la conozco, tiene una energía hermosa. Se adentra fácilmente en su ser y eso facilita todo. No es muy flexible pero cuando se mueve respira y eso es algo que cuesta al principio. Los otros dos eran nuevos. No los conocía. Uno de ellos movía los pies todo el tiempo. No podía estarse quieto. Eso me llamó poderosamente la atención. 

Comenzamos en la quietud, ambos pies sobre el suelo, sintiendo los apoyos, creciendo desde la columna. En ese momento puedo percibir si están respirando, si están inquietos, si la mente les está jugando una mala pasada. 

Es el inicio, el momento del despegue. Me gusta mucho este momento.  Es como cuando al comienzo de una sesión de shiatsu hago el primer contacto con mi receptor. Sólo que aquí el contacto es con la voz. Eso lo aprendí de Nora, mi primera maestra de yoga. Nora y su voz. Cuando Nora comenzaba a hablar se descorría un telón y mis ojos cerrados se adentraban en una dimensión más sutil. Trato, entonces, de que mi voz salga armoniosa, sutil, justa, como cuando la mano madre se posa, caliente, en algún sitio del cuerpo. 

Después, la práctica sucede, se va enlazando. Movimiento y respiración. Pequeños intervalos entre la exhalación y la siguiente inhalación. Permitimos que algo suceda, más allá de lo que estamos haciendo. 

A veces acontece. No siempre. Pero cuando dejamos que suceda... ah.

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