Subte D. Son las diez de la noche. Vuelvo tarde luego de todo un día de estar en distintos lugares haciendo múltiples tareas. Estoy famélica y muerta de cansancio. En el subte está esa mezcla inconfundible de adolescentes de veinte años que casi tienen un cartel en sus cabezas que dice "ya-soy-grande-porque-voy-a-la-universidad" y un puñado de otra gente que seguramente viene de trabajar millares de horas y no puede ni siquiera sentarse derecha. También están los que bailan break dance a cambio de una moneda, sudados y ya sin pudor ni vergüenza. O los que piden una moneda así sin ofrecer nada.
Enfrente mío una chica muy linda me guiña un ojo y yo no sé si la conozco. Me sonríe y ya no sé si es una alumna de lingüística, si la conozco de shiatsu, ¿quién es? Le sonrío también porque no quiero que se sienta mal pero en verdad no la recuerdo.
A mi lado siento un aroma a pizza inconfundible. Las entrañas me crujen. Pienso que debe ser mi imaginación que a esas horas da vueltas y vueltas como un trompo. Pero no. Una chica está sentada al lado mío y sostiene una caja inusualmente grande. Miro la caja y leo "Güerrín".
-Sos una genia- le digo.
Ella se ríe.
-¿Te traés la pizza de Güerrín?* ¿Todo este viaje?
-No es para mí, es para mi novio.
Me la quedo mirando.
-Esto es amor - me dice ella.
Y yo a esas horas, con ese hambre y ese cansancio pienso que sí, que si el amor está lleno de esos pequeños detalles, la pizza de Güerrín que viaja en un subte rumbo a Nuñez es un gesto más que amoroso.
*La pizza de Güerrín es por lejos una de las más ricas de Buenos Aires. Al menos para mí. Queda en la legendaria calle Corrientes, pleno centro.
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