De chiquita los patines me daban miedo. Llegué a tener unos de plástico, malísimos porque las rueditas se trababan. Pero para un cumpleaños alguien me regaló esos patines de metal con cordones naranjas. Creo que nunca los llegué a usar debidamente.
Yo intuía que la sensación de deslizarse debía ser maravillosa pero me daba pavor el golpazo inevitable que viene cuando uno está aprendiendo. Los golpes dolían y además nunca se podía saber si la carne iba a resistir. Los raspones, las magulladuras, el moretón típico de una caída eran soportables pero detestaba cuando el hospital irrumpía en mi vida. Que me cosieran, que me pincharan: no, no y no. No quería romperme un hueso y estar con una extremidad inmovilizada, no quería que me cosieran como ropa vieja.
¿Por qué, entonces, jugué al hockey de pequeña? Eso es algo que aún hoy me sorprende. ¿Por qué no me rebelé? ¿Por qué no me empaqué como con los patines y dije que no me gustaba?
Era un deporte en el que había que protegerse como si fuéramos a lidiar una batalla. Me sentía afortunada por ser una nena y no tener que jugar al rugby, ese deporte bruto y antiestético que jamás comprendí. Y cuidado de no tener las canilleras por debajo de las medias altas hasta la rodilla. La que estaba en el arco parecía un guerrero medieval.
En los torneos que jugábamos para el colegio británico al que fui desde primero a quinto grado siempre estaba la leyenda (y no era exactamente una leyenda) de que recientemente una del Northlands le había arrancado los dientes a otra chica del Saint Catherine de un palazo limpio y certero y que aún andaban buscándolos en el campo de juego. Esa imagen de que tus dientes podían quedar en el pasto tan limpio y verde de los campos de ese vasto predio al que íbamos a jugar varios colegios de la zona norte nos hacía temblar y a la vez nos unía en una fraternidad de equipo renovada y lista para actuar. Éramos un grupo y como tal funcionábamos con esas reglas. A nadie del grupo le iban a arrancar los dientes.
Yo era excelente en el área de defensa. Siempre lo fui. Alguna vez jugué como win pero no era mi fuerte. Mi fuerte era ser half. O centro half. La defensa era el sistema inmunológico del equipo. Me encantaba ver la frustración del contrario que siempre se las veía con mis tackles. Los tackles y el dribling eran mi fuerte. Sacarle la pelota al peligro, cortarle el mambo, joderle la adrenalina de meter un gol. Y luego, el pase mágico para sacar la pelota maligna del área de peligro.
Porque para proteger yo estaba mandada a hacer. Por eso seguramente no me rebelé. En ese juego horrendo de palos y golpes yo había encontrado mi exacto lugar en el mundo.
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