No me gusta saltearme el desayuno. Pero hoy me tenía que despertar muy temprano y ayunar.
Me vestí de persona y salí con el frío de la mañana pegándome en la cara. Caminé las cuadras que me separan del colectivo junto a otras personas. Los adolescentes yendo al colegio, los adultos yendo a trabajar. Todos muy ordenaditos: el colectivo con su ruta programada, nosotros con nuestras tarjetas SUBE, zapatos en los pies, abrigos que nos protegen, carteras, mochilas, celulares y una agenda que cumplir durante el día. Durante el viaje traté de leer un libro pero me era imposible concentrarme.
Llegué a mi lugar de destino. Empecé a caminar por la avenida y me encontré con varios pies descalzos, un señor fumando, sentado junto a una bolsa de consorcio, otro hombre caminaba con unas zapatillas hechas jirones y balbuceaba algo con la mirada perdida. Personas con el estómago vacío, con un ayuno impuesto por la carencia, sin agenda del día, sólo las horas para deambular por esas calles fantasmagóricas de una ciudad que se olvidó de amar.
Llegué al Hospital Alemán y la luz de afuera había cambiado. Pero la luz de los hospitales siempre es la misma. Blanca, fría, precisa y dogmática. Me tocaba ir al subsuelo. Había bastante cola pero iba rápido. Un hombre estaba muy enojado porque no iba lo suficientemente rápido, protestaba, era como si una radio saliera de su boca.
Me hice el estudio. Quince minutos de inspección de mis partes blandas. Un poco de gel y un hombre joven de bata blanca inspeccionaba mis órganos internos. Respirá, retené el aire, no respires. Respirá... Detrás del barbijo y los lentes sentía mi energía marchitarse. Quince minutos de respirar raro para que ese hombre de la bata blanca simplemente corrobore lo que ya sabíamos: está todo bien.
Salí, me quité el barbijo, me sacudí la bruma blanca del Hospital. Un café con leche y sentarse a leer a Patti Smith son mis privilegios de este día.
No me vengan a buscar.
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