sábado, 31 de octubre de 2020

Horizonte

Caminamos por la extensa explanada del vial costero de Vicente López. ¡Estamos vivos!, exclama nuestra amiga Ana a la que no vemos en carne y hueso desde antes de la pandemia. Dejamos que el viento nos abrace ya que nosotros no podemos hacerlo. Codito va, codito viene pero que sea el viento suave que sopla esta tarde quien nos rodee con sus brazos livianos. Por ahora nos tendremos que conformar con esa simple caricia.
-No se preocupen, el viento espanta el virus. 
Aún así caminamos embarbijados, sin tocarnos, botellita de alcohol en gel en el bolsillo. Mi cuerpo se mueve sin saber muy bien que hacer con tanto espacio. ¿Me he convertido en un animal de interiores? Eso está por verse. 
Dejamos atrás el miedo y nos entregamos al afuera, a nuestra amiga que se ha venido caminando desde CABA, a otros seres humanos que caminan junto a nosotros en esta tarde de sol. Una extensa marejada de cuerpos muy diversos, con barbijos, sin barbijos, algunos llevan mate doble, otros, más jóvenes (y con menos conciencia) toman mate compartido. 
-Yo quiero empezar a tomar al menos un colectivo cada tanto- nos dice Ana. 
Siento que en parte es una terapia. Volver al ámbito público, luego de tanto tiempo, acostumbrar el cuerpo a vincularse con otros, aunque sea este intento aséptico casi imposible porque la vida no es aséptica.
Como decía Galeano, el cuerpo es una fiesta.
Seguimos caminando, estoy embelesada. Mirar a lo lejos empieza a ser un privilegio de aquellos que tienen horizonte. Tener horizonte, en el medio de esta catástrofe ambiental, es casi una metáfora. Y digo casí porque la verdad es que hace mucho que no veo la línea del horizonte lejana, más allá de mi ventana a la que cada tanto digo, tengo que limpiarle los vidrios.






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