El día del examen de manejo amanecí con un dolor lumbar en mi lado izquierdo. Sí, ya sé, la pierna del embrague, la que se usa para todas las maniobras que me iban a tomar ese día.
Respiré hondo, me calcé los jeans de tiro alto para sentir que me protegía la cintura y el resto ya lo saben: me fue muy bien. Felicidad máxima estampada en el barbijo. Pero al día siguiente no podía levantarme de la cama sin llorar. Al punto que Nico me llevó a una guardia traumatológica para que me dieran algo.
Lo primero que me dijo el traumatólogo cuando me vio entrar toda doblada fue:
-Uh, te quedaste dura, ¿qué te pasó?
-El auto... - murmuré yo.
-No hay peor cosa para la espalda que el auto -me dijo.
-No me digas eso, acabo de sacar el registro.
-Bueno, no te pongas un Uber porque te voy a ver muy seguido por acá.
Anotó una serie de indicaciones obvias: calor húmedo: 5 minutos, calor seco: 10 minutos. Cuatro veces al día. Y una droga de lo más potente que puedo tomar hasta cinco días porque sino te revienta el riñón.
-Esto te puede durar dos días o un mes.
Y yo que quería ser grande, sacarme el miedo, conducir un auto. Bueno, ahí está. Ser grande y conducir un auto también es eso, mierda. Pero se sale, se sale de esto también.
De la guardia traumatológica fuimos a la Dirección de Tránsito donde me esperaba mi nueva licencia. Entré caminando como pude, sonreí feliz, me dieron el cartelito de principiante, el carné, me hicieron firmar y listo, a casa.
Por supuesto el que volvió manejando a casa fue Nico.
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