En el reino de Madra había un rey que no tenía hijos, llamado Ashvapati, “el señor de los caballos”.
Ante la hoguera sacrificial, la mirada de Ashvapati distinguió entre
las llamas la danza del verbo monosilábico sū, que en sánscrito
significa “mover, impulsar o vivificar”. La mente del rey sustantivó el
verbo sū, y lo vio transformarse en la palabra sava, que puede significar “prole/hijos”.
La palabra sava atrajo a las memorias del rey, que le recordaron que
sava es también uno de los nombres del Sol, o más bien dicho el poder
vivificador del Sol. Recordó también la palabra Savitŗ, derivada de
Sava, que es una de las maneras de llamar a la luz del sol antes de que
el cuerpo del astro se haya asomado por la línea del horizonte.
Savitrī -recordó la consciencia del rey-, la versión femenina de
Savitri, es también el nombre de la diosa de la inspiración, la esposa
del que moldea el universo.
Y en el momento de recordar el nombre de la diosa, esta habló al
corazón del rey y le aseguró que iba a impregnar la
vida en el seno de la reina.
Así se generó la hija del rey y al nacer recibió el nombre auspicioso de Savitrī.
Esta es Savitrī, la heroína del Mahābhārata.
La princesa Savitrī creció como la abundancia personificada. En su
juventud desarrolló tanta belleza que quienes la veían se sentían como si
hubieran abrazado una ninfa celeste. Emanaba la perfección de una
estatua dorada y su mirada resplandecía con tanta energía que nadie se
atrevía a pedir su mano.
El rey, comprendiendo las cualidades extraordinarias de su hija, le
propuso viajar por los reinos y elegir ella misma al príncipe que le
agradara más, para hacer él mismo de intermediario y unirla con el
hombre de su elección.
Así, la princesa Savitrī caminó por la tierra buscando al hombre. Y lo encontró
en el bosque, hijo de un padre ciego, quien había perdido las glorias de
sus dominios a manos de otro rey.
Satyavan, “el que posee realidad, el que posee sinceridad, el que
posee verdad”, era un príncipe caído, sin ninguna otra posesión que su
vida y sus actos, aficionado a modelar la arcilla que recogía en la
orilla del río en forma de caballos. Energético, inteligente, valiente y
generoso, con una capacidad profunda de perdonar como lo mejor que
puede dar de sí la raza humana. Era placentero de observar como la luna.
El único defecto de Satyavan era que iba a morir pronto.
A Satyavan le quedaba un solo año de vida. El rey intentó convencer a su hija de elegir otra pareja.
-El dado sólo se lanza una vez- respondió Savitrī. -Las cualidades que veo en él no las puedo encontrar en otra parte.
Savitrī se desprendió de todos sus ornamentos y entró en la frondosidad de la selva con Satyavan. Vivió
preparándose para el encuentro con la muerte un año entero. Vio su
cuerpo, sus ideas, sus recuerdos, sus deseos, como una espiral en
evolución; como una cinta de seda desenrollándose en un océano de aguas
doradas por el sol del atardecer. Una luz que ella no podía exigir ni
poseer.
Savitrī, con su resolución, fue capaz de seguir a Satyavan hacia las extensiones de la muerte. Y volvió con la vida de su amado.
Savitrī, la inspiración, rescata la vida de la jungla. Porque la
inspiración y la princesa Savitrī, el personaje de la historia, el
personaje del Mahābhārata, perviven de generación en generación.
Seguimos soñando con el viaje de Savitrī, y meditando sobre la
relación del amor con la vida, del amor con la muerte, de la vida con el
sentido. Todo esto está en las tres respuestas que dió Savitrī a la
muerte; las tres respuestas con las que Savitrī desató el lazo de la
muerte sobre Satyavan.
Esta es Savitrī, la heroína. La que salvó al “que posee sinceridad” de la muerte.
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