Con la pandemia el trabajo de todos ha cambiado.
Algunos ya no tienen trabajo, otros se reinventan con el teletrabajo, otros intentan inventar lo que no existe.
Las sesiones de shiatsu, bien gracias. No creo que vuelva a tocar a un ser humano hasta la primavera o hasta que salga la vacuna contra el COVID-19. El arte de "tocar" a partir del tacto real se ha reducido a la nada misma. Cero. Kaput.
Se vuelven fuertes, sin embargo, todas aquellas terapias donde la voz sostiene el contacto.
Al final de una clase particular, via Zoom, con una parejita que ya tomaba clases presenciales conmigo, se cortó la luz. La comunicación quedó pendiendo de un hilo. La pantalla se puso negra y escuchaba voces entrecortadas. Estábamos ya casi al final de la clase.
La llamé a ella a su celular y le dije que me pusiera en altavoz.
-No es importante que nos veamos. Simplemente escuchen mi voz. Voy a guiar la relajación.
Savasana, la dulce savasana nunca puede faltar en una clase de yoga.
Es, les diría, el momento clave en donde todos los beneficios de la práctica descienden sobre el cuerpo. Cuando la energía encuentra su cauce.
Cerré los ojos y los imaginé recostados en sus mats. Con el celular en la mano fui dando pautas de respiración, visualizaciones claras y luego cerramos cantando el om tres veces. Desde la opacidad del celular escuchaba sus voces sostenidas por ese hilo de comunicación.
Cuando la práctica terminó escuché sus palabras de agradecimiento.
Ah, la voz, la voz que sostiene la práctica. La voz que sostiene la mirada hacia adentro.
La voz que guía hacia el propio silencio.
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