Me quedó bastante harina de motze (mi abuela Ester lo pronunciaba así) y sería un desperdicio que se echara a perder. Voy a hacer kneidalej para varios y luego llevarles un táper a mis viejos que viven acá a ocho cuadras. La comida de la infancia es poderosa y mi mamá con la cuarentena anda deprimidísima. Estoy decidida a levantarle el ánimo con los kneidalej que hacía mi abuela.
Seguramente no saldrán parecidos porque nunca heredé sus recetas. Pero eso me tiene sin cuidado. Mi abuela no era buena cocinando. Lo que importa acá es el gesto. La mano de mi compañero hace esa magia. Yo no sé que tienen esas manos...
Salir de casa nos pone cada vez más nerviosos. Hacemos toda la rutina de colocarnos la ropa de calle, los barbijos, subirnos al auto. Los kneidalej pasan a un segundo plano. El plan es no salirnos del camino, ir directo, dejarles el táper y volver. Durante el trayecto observo lo obvio: calles vacías y árboles dorados por el otoño. Lo bello, vedado. Miramos el mundo a través de una campana. El aire limpio y soleado no pasa por el barbijo que tapa mi boca y me deja a solas con mi soledad.
Veo a mi mamá a la distancia de un metro y medio y es como sostener un pañuelo que seca lágrimas ausentes. La tristeza está ahí pero no se ve. Le entrego el táper y empiezo a sentir la desolación de mi acción inútil. Mi mamá me agradece, incluso trata de sonreir. Hacemos unos comentarios en voz alta, no sé por qué desde que comenzó la cuarentena todos hablamos a los gritos, como si realmente existiera un campana invisible que nos envuelve y nos separa del mundo. Me doy cuenta que además no sé hablar con barbijo.
Volvemos a casa como aquellos animales asustados que intentan esconderse en un pozo. Nos sacamos los zapatos. Nos lavamos las manos, ponemos a lavar los barbijos. Me enojo conmigo misma. Podría haberle hecho una compra, algo de la farmacia que seguro le faltaba, hacer algo útil.
Bueno.
Mi mamá me acaba de llamar. Se está riendo. Creo que habrá que aprender a esperar, que la comunicación ahora llega con delay. Pero cómo saberlo si no puedo quedarme con ella y verla saborear ese plato, cómo saberlo si no puedo traspasar el umbral de su casa. Entonces resta esperar. Como cuando uno escribe un texto, lo publica y espera a que alguien lo lea, le de un sentido a esa acción.
Un sentido. Ahí es cuando lo inútil se torna bello y la campana invisible se hace aire.
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