domingo, 31 de octubre de 2004

Paladas de tierra



Ayer fue la última función de Octubre. Un pájaro negro me acompañó en todo el espectáculo. Salido de un sueño. La voz salió estremecida. No me importó nadie. Canté para mí. Transfigurada en el personaje dejé de ser y arremetí contra ese ser que moría al son de mi caja. Golpes que parecían paladas de tierra. No me importó ser terrible. No me importó ser abismal. No me importó hacer un silencio antes de decir: algarrobo algarrobal.

viernes, 29 de octubre de 2004

Universitaria

En un formulario insulso completo datos de mi vida: trabaja, estudia, tiene actividades culturales, cuántas horas, cuántos kilómetros, con quien vive, cursa, no cursa, aplazos, éxitos. Todo es absolutamente ficticio. Yo ya me recibí pero en este formulario me preguntan cuántas materias cursé en el 2004. ¿Por qué me preguntan si tengo la libreta y fruncen la nariz cuando les digo que no porque está archivada entre innumerables papeles del archivo del Departamento de Alumnos, o peor aún, en la sección Títulos? Sí, señorita, Títulos. Allí, donde recala nuestra puerta de salida de esta torre de papel incendiada.
La cola avanza unos centímetros y algunos se sienten reconfortados. Pero yo sé que aquello no es más que amontonamiento de cuerpos. No están yendo más rápido. La mujer que está delante mío me cuida el lugar y me voy al Departamento de Letras a votar para la Junta Departamental. Me inundan de papeles. Me inundan las caras conocidas que no me reconocen. Todos atentos a mi voto... sos del cbc, tenés el plan de estudios, nosotros luchamos por, nosotros creemos que, nosotros, nosotros...sí, les digo, los conozco a todos ustedes, ahora déjenme en paz.
Me dirijo a la mesa y entrego mi DNI. Empadronada, tachan mi nombre en la lista y entro al cuartito donde coloco en un sobre una boleta. Me dirijo a la urna. Abajo, el infierno continúa igual. El infierno es la espera, me dice un muchacho de filosofía. Apretujados sin poder movernos, sin siquiera sentarnos.
Pasan tres horas.
La torre de papel se desvanece cuando entrego el formulario y me dirijo a Títulos a confirmar que sellen mi libreta. Me maravilla saber que está en un archivo que ellos guardan como un cofre importante. Por un segundo siento que aquel sello estampado es mi acta de defunción. Me guardan allí, en ese cajoncito.

lunes, 25 de octubre de 2004

Segunda función: Memorias de la Tierra

Ayer fue un estallido de energía, una debacle subterránea.Y ya.
No tengo palabras para describir lo hermoso que fue.
A él se lo escuchó, además.
Hay que confiar en la acústica, señores.

martes, 19 de octubre de 2004

Estreno: Memorias de la Tierra


Un ojo delineado y el otro no. Una mano con pincel, sombras oscuras para la muerte, es decir, para mí. Rubor no, sólo base muy clara, palidez. Y labios furiosos.
La caja vidalera del lado claro, acariciando, acariciando la voz.
Marcamos luces: círculo grande para él, círculo pequeño para mí. El espacio se reduce a mi cuerpo desplazado, rodado, cantado por una voz que reconozco mía pero que no es tal. Otros ojos delineados se acercan. La danza comienza. Y el eco.
Aplausos.

jueves, 14 de octubre de 2004

Detallista

Mi disciplina mental es variable. Puedo recordar detalles nimios, detalles irrisorios como el pliegue de una manga, una cara en el andén de Retiro, una noticia importante de hace diez años, el nombre de la persona que me atiende en la ventanilla del correo, de qué estaban hechos los brownies de manteca, la primera vez que hice un puente con mi columna vertebral, el detalle de la comisura de una boca moviéndose, el día del parcial de latín hace cinco años, el rostro de Osiris al verme deambular por la avenida sin flores en el pelo.
Pero los cumpleaños, los vencimientos de cuentas, la cuenta de los días, el promedio...

martes, 12 de octubre de 2004

Cancioncita

Llueve en Buenos Aires.

It's raining
It's pouring
The old man is snoring
and he went to bed
with a cold in his head
and he didn't wake up in the morning.

La duda que me dejaba esta canción era si el señor era un dormilón o si definitivamente no iba a despertarse más. Tétrico.
Pero todas las canciones británicas para niños que me enseñaban eran así.
Menos mal que después vino Lewis Carroll a dar vuelta todo eso.

lunes, 11 de octubre de 2004

Pictionary

Ayer entre ñoquis amasados por mi amiga Natalia, el postre de banananut y café recién hechito se coló un recuerdo en mi mente que atesoré para contártelo porque, tarde o temprano, sé que vas a entrar a esta página y te vas a reir mucho. Últimamente tengo una enorme facilidad para hacer que los recuerdos acudan a mi mente sin que yo los llame así que una palabra puede ser disparadora de haces de memoria perezoza que se despliegan en cuadritos de historietas.Alguien en la mesa dijo "Pictionary".
El resto vino solo.
Primero, mi nulidad para dibujar. Luego una noche en donde mi nulidad para dibujar hizo que perdiéramos la partida enseguida y nos fuéramos felices a conocernos mejor a ese sofá del living de tu casa, lejos del ruido de la cocina y del resto de los participantes. Luego la guitarra de doce cuerdas que estaba apoyada en dicho sofá. Mi desconcierto y curiosidad por tocar una guitarra de doce cuerdas. Tu insistencia en que yo cantase algo de mi creación. Mi canción. Lágrimas saliendo de tus ojos (sí, lloraste). Mi desconcierto ante tus lágrimas y mis ganas de llenarte de besos.Segundo, tus pies envueltos en pantuflas con cara de algún animal que no recuerdo. Tu sonrisa de conejo. Tu felicidad cuando perdimos la partida del Pictionary.

domingo, 10 de octubre de 2004

La Paloma

Los veranos en La Paloma, los atardeceres en la Balconada, los amaneceres en la Aguada, los biscochitos calentitos en la playa, los churros tan largos que se hacían redondos, las extensas caminatas en la arena, el barco hundido, la arena apisonada de Anaconda, la casita con postigos verdes, otra casita redonda a la que llamábamos el Torreón, los tenedores que nos prestó Leticia para un asado con amigos, los anillos y colgantes que vendían en la feria, cómo Leticia hablaba mucho, el correo postal -¡sí, yo mandaba cartas escritas a mano!-, los libros y el mate, los termos rotos por el viento, la sal pegada al cuerpo, las algas cuando había marea baja, el sol ardiendo y nosotros sin sombrilla, padre sacándole fotos a la olas, padre perdiendo la cámara fotográfica en el medio de una ola, un abrazo y una puesta de sol con Santiago, un beso y otra puesta de sol con otro Santiago en otro año, charlas quilométricas con Natalia, tardes escribiendo un diario íntimo, noches trasnochadas contando estrellas, el telescopio que usábamos para mirar la luna llena.
Podría seguir pero mi yo de 27 años me pide que pare y que cuente otras cosas.


La ópera de los tres centavos


Ayer, luego de peregrinar por Ciudad Oculta (que merecería un post aparte) fuimos a ver la obra de Brecht que están dando en el teatro Alvear.
Una vez escuché decir a un profesor que el teatro se resistía al mundo moderno porque era un producto imposible de "enlatar". Llamaba "producto enlatado" a aquello que puede reproducirse innumerables veces, a aquello donde no hay original: la misma película que se está viendo en un cine de Nueva York la están pasando en Buenos Aires y no hay variaciones. Por el contrario, el teatro no puede enlatarse nunca y eso es maravilloso: una noche irrepetible sintiendo el fogonazo de luces, música y cuerpos humanos desprendiéndose del escenario (nada más aburrido que intentar ver una obra de teatro filmada, ¿ o no?).
La historia de "La ópera de los tres centavos" despliega una ironía que hiere, desgarrra y retuerce la hipocrecía en la que está fundada nuestra sociedad moderna. Las relaciones humanas, la corrupción, la traición y los valores pisoteados desfilan durante dos horas y media con un elenco de primera, una puesta en escena de puta de madre y unos músicos (sí, es con músicos en vivo) del carajo.
Si pueden ir vayan, no se la pierdan.
Eso sí, la garúa finita de ayer, el aire cargado de la avenida Corrientes, el aliento envuelto en una chalina y el abrazo caliente de él tampoco pueden enlatarse.

viernes, 8 de octubre de 2004

Adscripción

12: 00 de la noche en la Habana, Cuba.
11:00 de la noche en San Salvador, El salvador.
11:00 de la noche en Managua, Nicaragua.

Obsesionados por los límites de la literatura, la especificidad de lo latinoamericano, nos juntamos a discutir cinco textos en un recóndito lugar de la facultad de Filosofía y Letras: la sala de profesores. Antes cada uno hizo su recorrido necesario para articular palabra. Lecturas, subrayado minucioso ( o no), pasado lento de las páginas de los artículos, conversaciones silenciosas con el Sr Mignolo, la Sra Ana Pizarro, el Sr Henríquez Ureña. Y así. Y así seguimos. Sus ojos delineados con lápiz negro, las chaquetitas de cuero sin marca, y la articulación de palabras. Antes mirabas los aritos que venden en la puerta y le comprabas a ese chico moreno que vendía broches un serenito y te enjugabas la angustia de la disgregación social en un café cortado en el bar de la esquina. Y así. También los viste apiñados, a los estudiantes, frente a una mesa para censarse. Y vos también hiciste esa cola y esperaste que te dieran el formulario. Miraste las preguntas pero no respondiste ninguna. Antes tenías libreta y ahora ni siquiera: un DNI, srta, por favor, su libreta, ah, no, recibida con título en trámite, sello ahí por favor, te la buscamos en títulos, tiene que estar sellada. Y así.Saliste de la cola y tropezaste con estudiantes de colitas y rastas, de lentes serios y dientecitos de leche. Entraste en sala de profesores y éramos trece o catorce y empezamos a hablar. Entramos por puertas imaginarias a territorios donde hablar de literatura es importante, es crucial, inevitable. Esas puertas, sí, esas puertas son necesarias, te decís. Sentís que con un impulso abrirías todas las puertas en esa sala, puertas que lleven a pasadizos ocultos donde la gente trabaja y le pagan, donde viaja cómoda, donde no precisa de sellos, donde hay libros y no fotocopias.
Pero al chico de los broches le preguntaste el nombre y lo llevaste a donde estaba su papá. Había comido cinco serenitos en menos de dos horas.

martes, 5 de octubre de 2004

Maragato

What I 've got you 've got to give it to your mamma
What I've got you've got to give it to your pappa
What I've got you've got to give it to your daughter
you do a little dance and then you drink a little water

No puedo evitarlo, esta canción me hace acordar a aquél departamentito en el barrio Sur en Montevideo. De esto hace siete años.
Santiago y su amigo ponían a los Red Hot Chili Peppers a un volumen que despertaba a los muertos. Escobillón en una mano y balde en la otra los veía balancearse y sacudirse desde un enorme edredón extendido. El departamento no quedaba muy limpio pero nos divertíamos mucho. Yo no hacía casi nada porque era la "invitada". El amigo de Santiago nos prestaba su departamento y se iba para San José por el fin de semana. Estudiaba para chef y nos dejaba la heladera llena de cosas raras, condimentos y platos complicados que nosotros no tocábamos. Santiago no era chef, nada más lejos que eso. Y, sin embargo, era un experto en un guiso de arvejas que su madre le había enseñado. Yo, por esa época, no podía hacer ni una milanesa. Lo máximo que había aprendido a hacer, debido a la tiranía que María ejercía en la cocina de mi casa, eran las famosas ensaladas de mi madre y algún que otro plato de pasta. Así que ese guiso de arvejas era un regalo para el invierno helado de Montevideo y la pésima calefacción.
Santiago hablaba poco y cuando lo hacía se sentía su dulce acento uruguayo. Un acento que comenzaba articulándose en una boca de labios finitos y traviesos y que vibraba también en sus ojos marrones muy tranquilos, siempre entrecerrados, de pestañas muy largas y tiesas.
Santiago tenía el mismo nombre que otro Santiago de ojos muy hermosos y pestañas muy largas.
Creo que me enamoré de Santiago como quien se tira por la garganta de diablo. Una hermosa caída de agua, turbulenta y furiosa, asombrosa y rápida.
Creo que me enamoré de Santiago porque hablaba dulce, porque acariciaba dulce, porque no leía libros y porque trabajaba el hierro.
Creo que.
Y así.
Todo eso se fue como el agua de una catarata. El amor se evaporó como espuma blanca.

sábado, 2 de octubre de 2004

Ensayo General

Tuvimos ensayo en el teatro. Cuatro horas en la sala marcando espacio, fijando entradas y salidas, probando vestuario, haciendo las pasadas. Lau corría con alfileres en la boca midiendo ruedos y repartiendo chalinas, Facu tenía la mirada de hierro aunque cada tanto intentaba suavizarse, la Sole con una muela menos hacía lo que podía y yo con mi vestido de muerte trataba de no morir de frío.
El piso es de goma y no resbala. Hubo varios machucones. A las doce de la noche salimos con la nariz congelada y el hambre azotando.

viernes, 1 de octubre de 2004

Primer abrazo

Yo tenía 19 años.Guille también. Me esperaba en Radio Nacional porque ese día tocaba León Gieco. Yo tenía 19 años, cursaba el primer año de la carrera de Letras y tenía un novio. Por si fuera poco, ese día entregaba mi primer parcial domiciliario de Teoría y Análisis Literario I a las siete de la tarde en el aula 108 de la facultad de Filosofía y Letras (aquellos que hayan estudiado Letras o que estén haciendo en este momento la carrera entenderán nervios y demás. A eso agréguenle una incipiente gripe que comenzaba a fluctuar entre mi garganta, nariz y oídos).
El plan era simple. Llegar a las siete a la facultad, entregar el parcial y salir rumbo a Radio Nacional donde me esperaba él y la música de León.
El plan era simple.
Era.
Todo se complicó. Habíamos quedado con dos compañeras de la facultad que vivían por mi zona que tomaríamos un remise para llegar más rápido (pobres ilusas). Una de ellas, para colmo, se atrasó vaya a saber por qué (líos con la impresora, imagino). Y comenzó el viaje. El largo viaje hasta Caballito con un remisero que jamás había hecho ese camino y con nosotras que poco sabíamos de caminos tan largos en auto.
Embotellamiento.
Embotellamiento.
Embotellamiento.
Algunas personas cuando se ponen nerviosas comienzan a reírse absurdamente de cualquier cosa. No es mi caso. O no lo fue en ese momento. Me dolía la cabeza, no podía respirar por la nariz, imaginaba el aula 108 vacía y nosotras llegando dos horas tarde. Mis dos compañeras no pararon de reírse y de hacer chistes muy malos durante todo el viaje.
Para colmo Guille me esperaría en Radio Nacional y en esa época los celulares no eran comunes.
El viaje duró un infierno pero llegamos casi dos horas tarde. El aula 108 estaba vacía pero pronto nos enteramos que Panesi y sus secuaces estaban en un bar tomando algo. Entregamos el parcial y al mismo tiempo León, en Radio Nacional, comenzó a tocar. Llamé a mi casa para avisar que si él llegaba a llamar que le dijeran que yo estaba yendo a encontrarme con él, que me esperara, que me esperara, que me esperara...
Era absurdo, no iba a llegar.
Pero fui. Me tomé un taxi y le indiqué hacia dónde ir.
Embotellamiento.
Embotellamiento.
Embotellamiento.
No pude llegar. Los autos se nos venían encima. No recuerdo en qué esquina me bajé. Estaba relativamente cerca del lugar pero yo sólo veía una avalancha de gente. La sensación de desamparo fue total.
Hasta que.
Porque ahí estaba él, en el medio de la avalancha de gente, en esa calle sin nombre, con una latita de gaseosa en la mano, caminando despreocupadamente.
Me acerqué extenuada y nos abrazamos. Guille no dijo nada, sólo me envolvió con un cariño inmenso, una ternura que después -años después- descubrí cuán auténtica es.
Abrazo.
Silencio.
Abrazo.
Avalancha.
Abrazo.
Bocinas.
Abrazo.
Por ese entonces éramos amigos.
Hoy vive conmigo.