12: 00 de la noche en la Habana, Cuba.
11:00 de la noche en San Salvador, El salvador.
11:00 de la noche en Managua, Nicaragua.
Obsesionados por los límites de la literatura, la especificidad de lo latinoamericano, nos juntamos a discutir cinco textos en un recóndito lugar de la facultad de Filosofía y Letras: la sala de profesores. Antes cada uno hizo su recorrido necesario para articular palabra. Lecturas, subrayado minucioso ( o no), pasado lento de las páginas de los artículos, conversaciones silenciosas con el Sr Mignolo, la Sra Ana Pizarro, el Sr Henríquez Ureña. Y así. Y así seguimos. Sus ojos delineados con lápiz negro, las chaquetitas de cuero sin marca, y la articulación de palabras. Antes mirabas los aritos que venden en la puerta y le comprabas a ese chico moreno que vendía broches un serenito y te enjugabas la angustia de la disgregación social en un café cortado en el bar de la esquina. Y así. También los viste apiñados, a los estudiantes, frente a una mesa para censarse. Y vos también hiciste esa cola y esperaste que te dieran el formulario. Miraste las preguntas pero no respondiste ninguna. Antes tenías libreta y ahora ni siquiera: un DNI, srta, por favor, su libreta, ah, no, recibida con título en trámite, sello ahí por favor, te la buscamos en títulos, tiene que estar sellada. Y así.Saliste de la cola y tropezaste con estudiantes de colitas y rastas, de lentes serios y dientecitos de leche. Entraste en sala de profesores y éramos trece o catorce y empezamos a hablar. Entramos por puertas imaginarias a territorios donde hablar de literatura es importante, es crucial, inevitable. Esas puertas, sí, esas puertas son necesarias, te decís. Sentís que con un impulso abrirías todas las puertas en esa sala, puertas que lleven a pasadizos ocultos donde la gente trabaja y le pagan, donde viaja cómoda, donde no precisa de sellos, donde hay libros y no fotocopias.
Pero al chico de los broches le preguntaste el nombre y lo llevaste a donde estaba su papá. Había comido cinco serenitos en menos de dos horas.
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