Yo tenía 19 años.Guille también. Me esperaba en Radio Nacional porque ese día tocaba León Gieco. Yo tenía 19 años, cursaba el primer año de la carrera de Letras y tenía un novio. Por si fuera poco, ese día entregaba mi primer parcial domiciliario de Teoría y Análisis Literario I a las siete de la tarde en el aula 108 de la facultad de Filosofía y Letras (aquellos que hayan estudiado Letras o que estén haciendo en este momento la carrera entenderán nervios y demás. A eso agréguenle una incipiente gripe que comenzaba a fluctuar entre mi garganta, nariz y oídos).
El plan era simple. Llegar a las siete a la facultad, entregar el parcial y salir rumbo a Radio Nacional donde me esperaba él y la música de León.
El plan era simple.
Era.
Todo se complicó. Habíamos quedado con dos compañeras de la facultad que vivían por mi zona que tomaríamos un remise para llegar más rápido (pobres ilusas). Una de ellas, para colmo, se atrasó vaya a saber por qué (líos con la impresora, imagino). Y comenzó el viaje. El largo viaje hasta Caballito con un remisero que jamás había hecho ese camino y con nosotras que poco sabíamos de caminos tan largos en auto.
Embotellamiento.
Embotellamiento.
Embotellamiento.
Algunas personas cuando se ponen nerviosas comienzan a reírse absurdamente de cualquier cosa. No es mi caso. O no lo fue en ese momento. Me dolía la cabeza, no podía respirar por la nariz, imaginaba el aula 108 vacía y nosotras llegando dos horas tarde. Mis dos compañeras no pararon de reírse y de hacer chistes muy malos durante todo el viaje.
Para colmo Guille me esperaría en Radio Nacional y en esa época los celulares no eran comunes.
El viaje duró un infierno pero llegamos casi dos horas tarde. El aula 108 estaba vacía pero pronto nos enteramos que Panesi y sus secuaces estaban en un bar tomando algo. Entregamos el parcial y al mismo tiempo León, en Radio Nacional, comenzó a tocar. Llamé a mi casa para avisar que si él llegaba a llamar que le dijeran que yo estaba yendo a encontrarme con él, que me esperara, que me esperara, que me esperara...
Era absurdo, no iba a llegar.
Pero fui. Me tomé un taxi y le indiqué hacia dónde ir.
Embotellamiento.
Embotellamiento.
Embotellamiento.
No pude llegar. Los autos se nos venían encima. No recuerdo en qué esquina me bajé. Estaba relativamente cerca del lugar pero yo sólo veía una avalancha de gente. La sensación de desamparo fue total.
Hasta que.
Porque ahí estaba él, en el medio de la avalancha de gente, en esa calle sin nombre, con una latita de gaseosa en la mano, caminando despreocupadamente.
Me acerqué extenuada y nos abrazamos. Guille no dijo nada, sólo me envolvió con un cariño inmenso, una ternura que después -años después- descubrí cuán auténtica es.
Abrazo.
Silencio.
Abrazo.
Avalancha.
Abrazo.
Bocinas.
Abrazo.
Por ese entonces éramos amigos.
Hoy vive conmigo.