Los veranos en La Paloma, los atardeceres en la Balconada, los amaneceres en la Aguada, los biscochitos calentitos en la playa, los churros tan largos que se hacían redondos, las extensas caminatas en la arena, el barco hundido, la arena apisonada de Anaconda, la casita con postigos verdes, otra casita redonda a la que llamábamos el Torreón, los tenedores que nos prestó Leticia para un asado con amigos, los anillos y colgantes que vendían en la feria, cómo Leticia hablaba mucho, el correo postal -¡sí, yo mandaba cartas escritas a mano!-, los libros y el mate, los termos rotos por el viento, la sal pegada al cuerpo, las algas cuando había marea baja, el sol ardiendo y nosotros sin sombrilla, padre sacándole fotos a la olas, padre perdiendo la cámara fotográfica en el medio de una ola, un abrazo y una puesta de sol con Santiago, un beso y otra puesta de sol con otro Santiago en otro año, charlas quilométricas con Natalia, tardes escribiendo un diario íntimo, noches trasnochadas contando estrellas, el telescopio que usábamos para mirar la luna llena.
Podría seguir pero mi yo de 27 años me pide que pare y que cuente otras cosas.