viernes, 29 de agosto de 2025

la corneta

Creo que fue en 2016 que a los vecinos se les dio por poner una corneta de seguridad en la cuadra. Estaban de moda. Cada cuadra puso la suya. Entre los vecinos contrataban a una empresa de seguridad que venía, las colocaba y te daban un llaverito con un dispositivo que tenía dos botones que la activaba o la desactivaba. Si veías algo sospechoso en la cuadra apretabas el botón de activar y la corneta empezaba a aullar. Al principio, en la cuadra, hubo desacuerdo. Había quienes pensaban que no serviría para nada. Sólo para espantar pájaros, gatos y vecinos. Se hizo una votación y la corneta ganó por amplia mayoría.
 
Vinieron unos tipos y la instalaron sobre el poste de luz. Pasó el tiempo. Los vecinos apretaban el botoncito siempre en algún descuido y la corneta se activaba. Era un incordio. Las primeras veces salíamos a mirar si pasaba algo pero nunca era nada. Cuando le quisieron robar a nuestro vecino el auto en la entrada de la casa nadie activó la corneta. Pero todos lo supimos porque el tipo pegó un alarido y al ladrón se le escapó un tiro que por suerte no le dio a nadie y terminó huyendo. Después ya nadie miraba cuando la corneta empezaba a aullar y todos apretábamos el botón de desactivar. Más de uno debe haber puteado y se debe haber arrepentido de haber votado por la corneta. Pero nunca nadie dijo de desactivarla o sacarla. Simplemente quedó allí, como un recordatorio, un símbolo de la pelotudez humana. 

Ayer la corneta se volvió loca. Se activó sola y con voz desafinada empezó a gritar incoherencias. Luego a viva voz se le disparó la chaveta y comenzó a injuriarnos con sus aullidos inestables e insistentes. Nadie en la cuadra podía pararla. Era claro que se había roto algo en el dispositivo. La corneta se había quedado clavada en modo on. Los vecinos salían con el llaverito a ver si la podían parar. Y nada. Estaban los que indolentemente decían y bueno, ya se le va a acabar la batería. El chat de vecinos se llenó de preguntas. ¿Alguien sabe a quien llamar? ¿Quién la instaló? ¿Cómo se llama la empresa? Increíblemente nadie tenía la menor idea de cómo la corneta había llegado a nuestra cuadra ni quién la había contratado ni cómo se llamaba la empresa que lo había hecho. ¡Eso fue hace mucho, no me acuerdo!, decían. Nosotros pusimos plata, pero no me acuerdo quien se encargó de contratarlos, decía otro. En la corneta había un nombre que parecía de una empresa. Lo googleamos. No había página web. Sólo un punto en el google maps con un número fijo que nadie atendía. El chat de vecinos seguía rumiando confusión y pena. 

¿Nadie tiene una escalera larga?, pregunté. Yo tengo una, me dijo el tipo de la casa de enfrente, me la dejaron los pintores. ¡Yo tengo un revolver de aire comprimido, si quieren puedo intentar pegarle a la corneta!, dijo otro. No, flaco, como vas a dispararle a una corneta, mirá si le pegás a un cable, a un pájaro y encima te denuncia el vecino de la esquina por andar con un revólver. El ruido ensordecedor no nos dejaba pensar. Loco, traé la escalera, te lo suplico, le dije, sino llamo a mi techista que vive por acá cerca y que es un capo y le pido que la corte. ¡Sí, corten el cable, esto no da para más!, dijo uno de barbita. 

El run run del chat de vecinos seguía destilando incoherencias. Que el número, que la empresa, que mañana se puede llamar para que la arreglen, que ya se va a acabar la batería... ah, que están intentando cortar el cable, que un vecino va a traer una escalera... Mi vecino de enfrente trajo su escalera. Entre dos se la sostuvieron. Empezó a subir, la corneta cambió el aullido como sabiendo su inminente derrota. No puedo, me caigo, dijo el tipo. Volvió a bajar. Subió el que había dicho que tenía un revólver con aire comprimido. Finalmente fue él quien logró cortar el cable. Y de pronto, silencio. Bajó de la escalera con la corneta entre las manos, triunfante. Bravo, bravo. El de barbita decía: ¡esto tendríamos que haberlo hecho hace años! Nadie habló de llamar a la empresa. Nadie habló de poner otra corneta. Ahora sólo queda un vacío. La calle en silencio. Los pájaros que vuelven.

martes, 12 de agosto de 2025

La cruz

 Desde siempre tuve un gran rechazo hacia el símbolo de la cruz. 

Hace ya varios años mamá me regaló una cadenita con un dije de una artesana que trabajaba la plata. Era una cruz. Pero la genialidad de esta cruz era que estaba creada por dos cuerpos fundidos en un abrazo. Aunque el dije era hermoso nunca lo pude usar. Hasta ahora. Y me encanta.

Ahora me doy cuenta de que durante mucho tiempo tuve rechazo de los símbolos. Era mejor que la realidad fuera sígnica, no simbólica. Pero ya no me puedo volver atrás. Mejor dicho, no me puedo quedar en la superficie. Hacia abajo, hacia abajo, me decía la voz de mi sueño anoche. 

El viaje sería abandonar estar siempre en el eje horizontal y empezar a explorar el eje vertical. Primero la raíz. Después las estrellas. Como decía León Felipe. Sistema poema, sistema. Primero contarás las piedras, luego contarás las estrellas.  

domingo, 10 de agosto de 2025

dame azúcar

 Encontré en una cartera vieja cositas que había dejado mamá. Había montoncitos de azúcar atados con una gomita ya casi reseca por el tiempo. El azúcar dentro de los sobrecitos estaba intacto. Cuando éramos chicos, mi mamá solía tragarse los sobrecitos de azúcar en cualquier lado si se sentía floja. En el auto si estaba manejando,  en la calle. En casa no. En casa tomaba Coca-Cola que siempre había y era para ella por si se sentía mal. Me pedía (nos pedía a todos) que si íbamos a los bares le guardáramos los sobrecitos de azúcar. Salíamos a tomar café y nos llevábamos sobrecitos. En los noventa todo el mundo en los bares pedía edulcorante. Nosotros pedíamos azúcar para llevarle a mamá. Después la Coca-Cola empezó a salir en una botellita de plástico chiquita y siempre andaba con una en su cartera. Pero, a veces, si la hipoglucemia era grande, le añadía sobres de azúcar a la Coca-Cola. Por eso siempre tenía sobrecitos de azúcar. La noche que murió yo llevaba dos botellitas de Coca en mi cartera por si le venía una hipoglucemia. Estuve todo el día cuidando de su glucemia, todo el día cuidando de que no cayera en una "hipoglucemia galopante". No quería comer y yo le daba flan que había comprado de contrabando y Coca. Galopamos juntas todo ese día, duro y parejo, pero se fue igual. Eso sí, la glucemia, perfecta. Esa noche, cuando me avisaron que mamá había muerto saqué las botellitas de Coca de la cartera y las dejé en una mesita baja del hospital. Sentí la cartera más liviana pero todo lo demás pesaba como la puta madre. 

Los sobrecitos que encontré en la cartera vieja los esparcí en el jardín al grito de Pachamama kusilla kusilla. Estoy segura de que hice bien. A mamá le hubiera gustado. Estamos en agosto así que el tiempo es perfecto. 

jueves, 7 de agosto de 2025

 Qué es un lugar sagrado... es un lugar a donde van las palabras y no regresan.

Antes de... (por Leila Guerriero)

 Antes de que todo esto se termine. Antes de que cierren la casa y vendan los muebles y regalen los libros. Antes de que se repartan los cosméticos y los zapatos. Antes de que arrojen las cacerolas a la basura. Antes de que vacíen las alacenas, de que se lleven las especias, los fideos. Antes de que se terminen los días felices y las tardes de domingo. Antes de la última de las madrugadas. Antes del final de la angustia. Antes de que se acaben el sexo sin amor y el amor sin sexo. Antes de que la ropa se pudra en los placares. Antes de que descuelguen los cuadros y cubran los sillones con lienzos y cierren las ventanas para siempre. Antes de que quemen las fotos. Antes de que se resequen los felpudos, de que se oxiden las cortinas en sus rieles. Antes de que se terminen la curiosidad, los huesos, el hígado y las córneas. Antes de que se sequen todas las plantas del balcón. Antes de que no haya más nieve, ni colores, ni trópicos. Antes del final de todas las selvas, de todos los mares, de todos los reflejos en el agua. Antes del último poema. Del final de las veredas y las calles. Del fin de todos los paseos. Antes del adiós a todos los aeropuertos y todos los aviones y todas las ciudades y todos los cafés con vidrios empañados. Antes de la cancelación de todas las discusiones, de todos los argumentos, de todas la furias, de todos los desprecios. De todas las metálicas ansiedades. Antes del fin de los gritos, de la desolación y de la culpa. Antes de la última agenda, del último viernes, del último bar, del último baile. Antes de que se apaguen todas las cúpulas y todas las pantallas. Antes de que las polillas se coman los restos de la lana y de la almohada. Antes del final de las mascotas. Antes, mucho antes: hay que vivir. ¿Pero cómo? ¿Cómo? “Qué admirable / el que no piensa ‘la vida huye’ / cuando ve un relámpago”, escribió Basho. Admirables los que están en el tiempo sin pensar en él.