29 de mayo de 2007

Música é perfume: Maria Bethania

Fuimos con Gui a ver el film Maria Bethânia: Música é perfume.
Bellísimo.
Después del film volvimos a casa queriendo escuchar Brasileirinho. Volvimos con el alma tan abierta que no podíamos quedarnos quietos. Tampoco podíamos ir a un bar a tomar algo y comentar la película. Nada de eso. Volvimos a casa a escuchar Brasileirinho. Volvimos a casa sólo a escuchar.
En el interín Guimaraes Rosa nos susurraba: felicidade se acha em horinhas de descuido.

No hace falta traducir.

Tereré

C. vino a casa.
Lo primero que dijo al entrar fue: qué rico olor.
Lo segundo que dijo fue: ¿Ese es Gabriel?
La adoré.
Y comenzó la charla infinita.

23 de mayo de 2007

De como Maria Florencia plantó un limonero con manos humanas.


Hay que entender algo de todo esto: yo nunca hasta ayer había plantado un árbol en la tierra.
Para tamaña empresa -que algunos considerarán menor- la llamé a mi madre que vive a ocho cuadras de mi casa. Le dije: voy a plantar el limonero que me regalaste. Y ella, por supuesto, dejó lo que estaba haciendo y vino enseguida a presenciar el acto.
Es cierto que a lo largo de estos años yo he cambiado a mis ficus de maceta, he logrado que nazca un naranjín mínimo de un cúmulo de semillas y tengo una palta que nació de un carozo. Pero todo eso no se compara con el trabajo físico que implica plantar un árbol.
El hoyo, por ejemplo. Uno cree que agujerar la tierra es simplemente cavar con una pala. Y no. La tierra además está impregnada de cosas. La tierra de todos los días. La tierra del pasto. Pero también la tierra de los escombros: de la arcilla y el vidrio. La tierra de otro tiempo, sepultado por albañiles, por arquitectos, por el "progreso" que todo lo meten bajo el manto de la Madre Tierra y que ella recibe, paciente, como cobijando un secreto.
Herir, pues, la superficie de este jardín que es sólo un pedazo de algo mayor. La piel del pasto es entramadísima y verde. Abrir la hendidura y sentir ese olor a secreto, a cuerpo desmembrado que volverá a juntarse apenas yo vuelva a cerrar el tajo impúdico. Una vez abierto el hoyo, limpiar con los dedos el cascote intruso. Esos dedos suaves e inocentes que preparan la cuna de un árbol. Ver los dedos inteligentes y buscadores de mi madre goteando sangre por algún vidrio anónimo y traidor que se clavó en su carne. Me asusto con esa sangre que sale de su dedo índice pero ella se ríe con esa risa sabia que tiene y me dice que no es nada mientras con la otra mano me muestra el vidrio que late aún preso de su ataque febril.
Entonces, depositar apresuradamente al limonero joven. Cubrir sus raíces con tierra magnífica y negra, reluciente de bríos. Juntar las manos que ahora tienen tierra nueva -y un poco de sangre- e inclinarse un poco, leve, muy leve, hacia el nuevo limonero.
Para desearle la mejor de las suertes y algunas lombricitas de yapa.

22 de mayo de 2007

Píscica

Ayer sin querer
se sentó la poesía
en el blanco del ojo
de mi cocina

Se comió un chipacito
con mate calentito
y con un suspirito
se dio vuelta despacito.

Y dejando entrever
su capa estirada
nos dio un libro abierto
como mejor espada.

17 de mayo de 2007

Aprendiz de palabras

Miro a mi alumnito, todo células creciendo, envuelto en un jogging gris que le queda un poco holgado para su cuerpito de ocho años. Hermoso y pequeño como un gnomo salido de un bosque. Pero no ha salido de un bosque. Viene de Egipto. Ahora mismo estamos sentados ante la inmensa mesa del comedor, rodeados de sus útiles escolares y leyendo un libro que le dieron en el colegio.
Un libro horrible, realmente.
Él me dice que no entiende el libro y que lo que entiende es aburrido.
Yo no tengo más remedio que darle la razón. Y maldigo a los colegios que eligen mala literatura. Con esto le estoy enseñando una lección difícil pero importante para sus ocho años: hay cosas que debemos hacer aunque no nos gusten y leer este libro es una de ellas. Pero no todos los libros van a ser así.
Cuando lee no puede pronunciar la erre. Trato de ayudarlo pero no le sale. Se frustra. Le digo que no tiene importancia y seguimos.
La clase, en realidad, ha terminado pero aún nos faltan unas páginas. Siento su desazón. Me mira triste. Sabe que no podrá terminarlo solo. No entiende palabras como "detective", "cascarrabias", "formación", "registro de disciplina". Palabras que cualquier chico argentino sabe y conoce. Palabras que nadie buscaría en un diccionario. Pero él tiene que buscarlas. Y su diccionario es un libro infame que en vez de ayudarlo le complica más la existencia.
Por eso estoy yo. Yo soy su diccionario. Yo soy su caudal de palabras. Y por eso me quedaré media hora más para terminar este libro horrendo.
Le explico lo que hace un "detective", le pongo voz de "cascarrabias", le dibujo una "formación" y le digo que el "registro de disciplina" es ese libro que a veces los chicos firman cuando se portan mal (¡¡Por Dios!! ¿¿Sigue existiendo eso??). Cuando terminamos de leer el libro, mi alumnito está feliz. Nunca es muy cariñoso pero esta vez chocamos las manos y me dice: ¡nunca más voy a tener que abrir este libro horrible! Y dice "horible" porque la erre no le sale pero qué importa si ya terminaste y ya sabés el final.

12 de mayo de 2007

Smila

En estos días estoy leyendo a Smila. O a Hoeg. Es Hoeg quien escribe pero es Smila quien habla. Y yo por estos días quiero creer en la primera persona. Entonces digo que leo a Smila. Sus cavilaciones de mujer de 37 años, estrictamente sola en una soledad elegida, cuidada y pulida. Rodeada de la nieve, la cual ama y entiende como a una hermana. En busca de un oscuro secreto -la muerte de un niño-, único móvil que logra conmoverla.
Smila me conmueve hasta en lo más profundo. Me conmueven su inteligencia, su elegancia para vestirse y sus atajos para llegar a una verdad que, por lo visto, no saldrá nunca del todo a la luz.
Smila, además, es una heroína que para la sociedad occidental y capitalista de nuestros días ha fracasado. Ha tenido las mejores posibilidades y las ha echado por la borda (de un posible barco).
Algo más. Smila lee a Euclides. Me soprendo. Hace unos años le regalé a Guille los Elementos de Euclides en una edición bellísima de Gredos. Aún éramos estudiantes. La encuadernación es de un azul oscuro, muy intenso.
En ese azul parecieran estar encerrados todos los secretos del Universo.
Un punto. Una línea.

11 de mayo de 2007

Biblioteca de Olivos

Ayer fui a la biblioteca de Olivos.
Me recibió una mujer de sesenta años. Pelo corto, manos ateridas por el frío de la biblioteca y labios finitos. Me presenté y le expliqué el objeto de mi visita. Me miró mal y luego replicó que la biblioteca ya no tenía lugar para guardar más libros. ¿Novelas? ¿Literatura? No, no sirve, de eso tenemos un montón. Me limité a mirarla fríamente. ¿De qué tienen un montón? De novelas. Sí, pero cuáles novelas. ¿De las buenas o de las que son una porquería? ¿De las que son basura para un público mediocre o de las que nos traen momentos irrecuperables, momentos de estar en casa, con un libro calentito a la luz de una lámpara? Le mostré mi listita. Su cara, hasta entonces de piedra, pareció ablandarse. Ah, pero esto es otra cosa, me dijo. Mire, respondí, yo no vengo a tirarle mis muertos. Vengo a donarle algunos de mis libros. Y estos libros - repaso un dedo por la lista que ella sostiene ávidamente- son libros que yo elegí en algún momento de mi vida pero que ya no quiero tener más por razones que no le voy a especificar a usted. Claro, le ocupan lugar, me dijo. No, no es eso, lugar tengo de sobra, me acabo de mudar a una casa con muchas paredes para poner bibliotecas. No, no es por el lugar. Aún así son buenos libros y si ustedes no los quieren tendré que sacarlos a la calle. ¡Pero no!, exclamó indignada, ¿cómo los va sacar a la calle? Y sí, le replico, ¿o acaso los cartoneros no leen libros? Y si no los leen los transformarán en mercancía. ¿Y sabe qué? No me importa. Servirán al menos para algo en vez de estar muertos en mi casa. Circularán, señora. Eso es lo que quiero, que circulen.
Me mira. Vuelve a repasar la lista. Dice mmmh, a verrrr.
Dígame, ¿viene mucha gente a leer a esta biblioteca? Sí, me dice, sacan un libro por semana. Este, por ejemplo, me dice señalando un ítem de la lista, lo piden mucho. Ah, sí, el de Caparrós. Sí, el de Caparrós.
Pero vos de dónde tenés tantos libros, me dice por primera vez tuteándome.
Señora, qué quiere que le diga... tengo treinta años. Leo desde los seis. Uno va cambiando los gustos, ¿no? Por otra parte, yo nunca pisé una biblioteca para leer literatura.
Eso explica todo, me dice. Bueno, deme su número y déjeme la lista. La llamaré pronto. Probablemente le pida que me traiga todos los libros. Son muy buenos.
Gracias, señora.
Y hasta luego.

9 de mayo de 2007

Hans

Hace un año que no nos veíamos. O más. Ya no me acuerdo. Lo que sí me acuerdo es que hace varios años que yo no le hacía un regalo para su cumpleaños. Por eso, cuando encontré un regalo fabuloso decidí que iba a ser para él. Y entonces me llegó su mail. Escueto. Corto. Lo necesario para que media hora más tarde nos encontráramos a tomar un café.

Entre todas las cosas que dijo quisiera anotar esta:

No me gusta Buenos Aires. Acá nadie está feliz. Vas a un lugar y están todos con las caras así (pone cara larga). Yo no puedo ser feliz acá. Me hacen sentir culpables de mi felicidad. Yo quiero estar feliz. ¡Vamos, ni que esto fuera Kosovo!

2 de mayo de 2007

Un niño egipcio en un colegio británico

Cuando terminamos con la clase ella me dice que hablemos de K. ¿Cómo le fue en la prueba? Mal. No alcanzó. Hago mi cara de circunstancia. Creo que de tanto hacer mi cara de circunstancia ahora sí la gente me da treinta años. Me pregunta cuál va a ser mi plan. Yo le explico que los conceptos que le enseñan a su hijo en ese colegio británico son muy abstractos, que su hijo además necesita conocer las palabras para después poder clasificarlas. No le digo, en realidad, que clasificar las palabras a los nueve años me parece una tremenda estupidez. Pero algo en mi mirada me debe delatar porque ella me dice: yo sé que es horrible, yo le digo a K que es horrible pero ¿qué voy a hacer yo? Y entonces me pide más tarea y que cuál diccionario puede usar. Y que K no acata las consignas (no lo dice así, si ella llegara a usar el verbo acatar me caigo ahí mismo de culo). Yo le digo que se quede tranquila, que algo voy a inventar. Algo. No sé bien qué. Pero algo. A ver.

Pienso que cuando yo sea madre las maestras van a sufrir conmigo.

1 de mayo de 2007

Pájaro obsceno

Hoy terminé de leer el libro de José Donoso. El obsceno pájaro de la noche. Casi 600 páginas de hebras y agujas que hilvanan y se clavan dolorosamente en los cuerpos del Mudito, la Madre Benita, la Iris Mateluna, las viejas decrépitas asiladas en La Casa, un Jerónimo Azcoitía incapaz de engendrar a su hijo en el útero de su mujer. La Peta Ponce y su prisma. Ah, un estallido del sentido en todo su esplendor. O si se prefiere, un paquete enorme que, de a poco, es preciso ir desenvolviendo para así encontrar otro paquete que, a su vez, contiene otro y otro y otro.

La novela de Donoso: un gran paquete que contiene hedores, pústulas, carne, sexo, pelos, política, viejas, monstruos, ciudades, crueldad, vehemencia, lástima, ternura, dolor, miseria y la lista sigue.

Un gran paquete. Un envoltorio. Una cáscara.
¿De qué?

Les digo que estoy extenuada.