En el medio de esa danza de manos que tamborileaban -manos juntas, palmas atemperando parches- había también voces, eran las almas de quienes tocaban. Yo sostenía una marimba pero ella me pidió que cantara. Solté la voz como si de un pájaro se tratara, no sabía a dónde volaba ese pájaro pero volaba y -por dentro- temblaba. Otra voz se unió a la extraña danza y las manos eran tantas y tantas y tantas que enseguida supe: el canto del alma jamás sería solitario.
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