lunes, 13 de agosto de 2007

Santiago

Entrar a la casa de un otro. Entrar y preguntarse... qué hago yo acá un sábado al mediodía y quién es esta persona que dice mi nombre -Flor- y me abre la puerta reja diciendo: pasá, esta es mi casa. La puerta reja es gris y se abre como una caja de pandora. La caja de pandora, en principio, es el jardín de metros y metros de pasto verde, una pileta inmensa azul y los árboles frutales al fondo. Es una casa. Es su casa. ¿Y quién es él?

Él es alguien con quien compartí cinco meses de mis 16 años.

¿Cómo puede tan poco tiempo marcar a una persona?
No lo sé. Pero yo lo viví. A los 16 años cinco meses no son cinco meses. Son una eternidad. Claro que una eternidad plagada de gente.

Voy hasta la cocina y miro por la ventana. En el interín se me cae algo de la mesa. Noto que es un poco más bajo que como yo lo recordaba. Quizás yo haya crecido en esos años. Hasta los 18 no dejé de crecer aunque fueran unos pocos centímetros. Pero tiene una mirada amable aunque un poco huidiza. Y aunque habla y me muestra cosas yo siento que ambos estamos nerviosos y aún no sabemos el por qué de este encuentro.

En realidad él es agradable. Pero mide cada una de sus palabras. Hace café en una cafetera italiana y pienso que Guille adora esas cafeteras. También pienso que la casa tiene algunos detalles que a Guille le encantarían como el espejo del baño -un espejo antiguo- y una puerta de armario apoyada en una pared color ocre con una medialuna de espejo. Detalles. Pienso que la casa de mis padres tenía un ciruelo bellísimo como el que tiene él ahora. Y ni hablar de los azulejitos de la cocina, un diseño muy setentista.

Yo quiero preguntarle todo. Toda su vida. Pero no me sale. En realidad dejo que la conversación vaya por rumbos insospechados: libros, viajes, ciudad. La conversación es liviana y simple. Somos dos personas adultas que hablan y se entienden. Hemos pasado por lugares parecidos en épocas parecidas sin cruzarnos.

Pero yo lo interrumpo. Y le digo: esto es muy raro. Y él me mira un poco de costado y me responde que sí, que es muy raro. Y yo ahí pregunto algo tan tonto pero tan necesario: ¿por qué nunca más quisiste volver a hablarme? Y la respuesta es tan simple. Tan obvia. Y está bien. Es simple y es obvia. Y yo estoy contenta. Porque hemos llenado ese silencio. Por fin.

Después llega su mujer y todo se relaja. O al menos yo siento que me relajo. Ella es muy amable y muy dulce. Ha traído unas tartas para que comamos todos juntos en la mesa. Y eso es lo que precisamente hacemos. Comemos los tres juntos. Y por ella comienzo a enterarme un poco más quién es él. Y la sensación rara se va. De pronto estamos en el presente, yo estoy en la casa de ellos, soy una invitada y hablamos de la vida. Ella no tiene problemas en preguntar sobre mi vida sobre Guille. Y surgen temas comunes, cosas de las casas, de las parejas, de los amigos, del trabajo.

Ya es de noche cuando me voy. Él me acompaña a la reja. Abre la puerta y nos decimos adiós. Yo salgo a la noche fría. Tardo muy poco en llegar a Olivos y descubrir que Guille está allí, con un mate caliente en la mano y unos ojos que me dicen: ya estás en casa.

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