Es cierto que a Roberto Arlt hay que ir a buscarlo. Que no viene solo. Lo nombran quienes lo leyeron. Sus aguafuertes, sus cuentos, sus novelas, sus obras de teatro. Un escritor realmente prolífico. Un periodista de esos que no abundan. Cuando me prestaron a los 18 años Trecientos millones lo devoré. Lo leí por fuera de la academia (por suerte). El juguete rabioso no se salvó de la crítica panesiana y no, no me sedujo en nada Silvio Astier (pero estoy segura de que fue culpa de Panesi). El otro día le preguntaba a Nico si había leído Los siete locos. Sí, lo leí pero no creo haber entendido nada, me dijo, sólo sé que me fascinó. Pero no me acuerdo de nada. Pero te acordás del Astrólogo, del Rufián, de Endorsain, de la revolución bancada por los prostíbulos. Me contestó que más o menos pero que además se le mezclaban las cosas con Adán Buenos Aires, algo de la rosa galvanizada, los inventos fallidos de Arlt que a toda costa intentaba ganarse unos mangos por fuera de la literatura.
Cuestión que me compré Los siete locos porque no lo teníamos acá en casa. Nunca lo había leído. La edición trae un prólogo de Fabián Casas que es oro. Lo voy leyendo en los colectivos, en las horas muertas y también antes de dormir. Me descubro un poco como Endorsain con esos pensamientos filósoficos que tiene aunque yo no tenga esos problemas que tiene él ni he desfalcado a nadie. Pero su vida interior es intensa. La angustia, la perturbación, la búsqueda de cierta identidad es tan universal. Un dostoivesky argentino. Lo cierto es que en tiempos como los de hoy donde no hay casi historias y solo abundan relatos de primera persona, o bien, los relatos son de mundos ficticios llenos de dinastías y hérores de lata, leer a Arlt es un oasis. Encontrás al hombre común en ese cúmulo de mierda en la que te sumerge el sistema pero también te encontrás con la mente humana en todo su esplendor intentando sacarle lustre a lo que llamamos la vida misma.
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