jueves, 8 de febrero de 2007

Trasplante




Supongamos que es principio de enero. Yo estoy tomando mate en el balcón del departamentito de Belgrano. La casa está semidesarmada. Mi corazón también. Mudar una casa es altamente traumático. No sé por qué. No puedo explicarlo. Quizás sea porque uno se expone demasiado, porque reducir varios años de convivencia a un camioncito, varias cajas de cartón, cinta de embalar y paciencia lleva una energía enorme a la que no estamos acostumbrados. O tal vez sea porque en el proceso de embalaje vemos cosas que no queremos ver, nos encontramos con objetos que ya no son nuestros sino que eran de algún yo antiguo que se quedó en el tintero de los años. Es como revolver en la llaga, en los archivos viejos, en la basura ajena. Y entonces afloran esos intensos arrebatos de querer tirarlo todo o de querer guardarlo todo. Pero no es posible ni una cosa ni la otra y entonces sólo resta algo intermedio que es reducir, cortar.
Entonces, eso, estoy tomando mate en el balconcito de un depto semidesarmado. Miro mis plantas que están arrinconadas en cajitas de cartón. Tengo un balcón lleno de macetas, macetitas, pequeñas, grandes, redondas, rectangulares, de barro, de plástico, de color rojo, de color blanco, pintadas a mano, despintadas. Tengo plantas que empezaron siendo pequeñas y ahora son medianas, tengo hijos de esas plantas que fui haciendo por esqueje o simplemente como me salían. Pero lo que más me preocupa de todo es que son plantas de sombra que están acostumbradas a una hora de sol y algunas ni siquiera eso.
Sé que las alegrías del hogar no van a resistir. Que la aralia se merece estar en tierra, que los ficus necesitan macetas más grandes y bolsas de tierra nueva, que los lacitos de amor ya me tienen harta con sus hijitos desperdigados, que los cactus son los únicos que se van a poner contentos de estar en una terraza achicharrándose ocho horas al sol.
Tomo mate con el alma en un hilo cuando escucho que tocan el timbre.
Es el camioncito de la mudanza.

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