Eran las doce en Villa Malcom. Cenicienta había perdido sus zapatos. Yo miraba a los bailarines calentar y estirar los músculos. Despacito empecé a calentar la voz para mis adentros. Mi pequeño ritual de notas. La milonga estaba a pleno. Bailarines de tango, turistas extranjeros, todos al unísono bailaban el colmo de la alegría. Y yo pensaba... ¿Por qué cantar siempre tiene que ser algo trascendental?
La función fue un nacimiento. Había que parir nuevos pasos, nuevo vestuario y nueva voz.
Salimos a la pista.
"Nosotros te llevamos", me dijo una bailarina.
La multitud hizo silencio.
Empezó el pacto. Un pacto que siempre me asombra. El pacto del que calla para escuchar a aquel que tiene algo para mostrar. Un pacto que nos hace a nosotros los artistas y a ustedes los espectadores.
El silencio se acentuó cuando empecé a cantar la canción de cuna y los bailarines avanzaron formando un barco. La voz salió limpia, veraz.
Desde atrás el muchacho del sonido le dijo al director: subí el volumen.
Y el director se rió: No puedo subirle el volumen a un ser humano. Y me señaló a mí.
Por lo demás, me equivoqué en el 50 % de los pasos de la coreografía.
Pero qué importaba.
1 comentario:
Ah!
Un beso, Flor
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