Me devoré su Trilogía de Nueva York, El Palacio de la luna, El país de las últimas cosas y La invención de la soledad (todos en ese orden) allá por los finales del siglo XX. Sin embargo, aún hoy puedo recordar la sensación de vértigo al leer Ciudad de Cristal, la ternura que me provocó El palacio de la luna, la desolación que sentí en El país de las últimas cosas y la sensación de duelo y pérdida en La invención de la soledad. Recuerdo que, por ejemplo, El país de las últimas cosas lo leí enteramente en un subte que iba y venía de Belgrano a Barrio Norte (época de ensayos, clases de canto y un abrigo marrón que me protegía del viento gélido de una Buenos Aires por entonces gélida). En cambio, La invención de la soledad lo leí en un viaje de mochilera al Sur con G. Recuerdo estar en una pradera verde bajo un cielo increíblemente azul y que G estuviera encendiendo un fuego, que la noche estuviera cayendo sobre nosotros y yo robándole unos minutos más al crepúsculo. Recuerdo la angustia existencial por la que estaba atravesando al momento de leer El palacio de la luna y como un solcito calentito se metía en mi plexo solar.
Recuerdo también el revuelo que provocó Smoke en las aulas de Puan allá por el '97 y como en una clase de Literatura Latinoamericana un profesor nos mandó a verla al cine como tarea obligada para el siguiente práctico. Smoke la debo haber visto por lo menos cinco veces y con diferentes personas.
Y también recuerdo la lectura de Mr Vértigo. No me gustó y no la pude terminar. Abandoné a Paul Auster que siguió publicando varios libros más pero yo no volví a leerlo ni tampoco a releerlo.
Hasta hoy que comencé a leer Brooklyn Follies. La novela me atrapó al punto de no poder dejar de leerla. Sé que en el futuro algo recordaré de este libro. Algo de este momento tan particular de mi vida. Algo que no tiene nada que ver con la historia de la novela en sí. Algo que, de todos modos, hace al acto de leer este libro un acto extraordinario y benéfico.
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