viernes, 19 de diciembre de 2025

arrayán

Al día siguiente salimos a caminar con Nico solos. Nos metemos por las calles del barrio privado en el que se ha convertido Puerto Manzano. Antes aquí era todo bosque. Ahora está lleno de hosterías, hoteles boutique, casas de veraneo con enormes empalizadas que obstruyen la salida al lago. Por suerte aún quedan dos playitas con acceso libre. Le digo que la playita pic-nic es "la playa del arrayán". Nadie la llama así, sólo mi mamá y ahora nosotros. Vamos caminando a la playita del arrayán y llegamos en diez minutos. Se me viene el recuerdo del desastroso recorrido que hicimos el año pasado con mi hermano buscando esta playa. La primera vez no la encontramos y terminamos en otro lugar del lago. La segunda vez fuimos con el auto porque mamá ya no podía caminar casi y, también, nos fuimos para el otro lado hasta que luego de dar varias vueltas una persona nos indicó cómo llegar. Ahora estamos acá, solos, no hay nadie. Es muy temprano y el arrayán está precioso, verde, con el tronco rojizo, fulgurante y tiene varios pimpollos. Me acerco suave y despacio coloco una mano en su tronco como si fuera un animal dormido. Nico se queda lejos. No interrumpe. Sólo acompaña a la distancia.

Después volvemos por el mismo camino. Y no le decimos nada a mi papá.

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