¿Cómo eran los cafés donde Simone de Beauvoir escribía sus diarios, trabajaba sobre sus disertaciones y esbozaba capítulos de sus novelas? Un buen café, para Simone, no era un bar donde se servían bebidas y se hablaba con amigos. Los había de distintas categorías, es cierto, pero un buen café implicaba un buen lugar de trabajo. Un buen café implicaba el áspero sonido de la pluma sobre el papel y las monedas tintineando en los bolsillos de su gabán demasiado grande. El Dome era un buen café.
Schávelzon nos cuenta que el primer local que vendió café en Buenos Aires data de 1789. No existían las mesitas individuales sino una gran mesa comunitaria donde la gente se reunía en público "para hablar y divertirse y fraguar revoluciones". La idea de que hubiera algún tipo de privacidad en este ámbito público era imposible. Estar solo en un espacio colectivo fue un invento posterior.
Adorno en 1934 le escribía a Walter Benjamin: "le recomiendo que tenga a bien elegir el Café Morgana, bien afuera sobre el mar, como lugar de trabajo". Walter Benjamin nunca cumplió con esta recomendación: el Café Morgana había quebrado y estaba rigurosamente cerrado para cuando se dispuso trabajar allí. Los cafés son ruidosos porque las calles de las ciudades son ruidosas. Y luego están las situaciones cafeteriles: cucharillas golpeando la vajilla, dedos tamborileando artefactos electrónicos, mozas intrépidas, bandeja en mano, pasando indiscretamente por nuestro lado, grupos de gente riendo y festejando algún comentario, pequeños fragmentos de charlas absurdas que distraen.
Y aún así, muchos parciales domiciliarios se resuelven allí. Muchos ensayos comienzan allí, muchos libros se corrigen allí, muchos relatos se escriben allí.
Y el tiempo corre pues ya no son monedas sino billetes los que se escurren por las mesas de fórmica.
Y los gabanes cada día son más ajustados.