lunes, 6 de septiembre de 2010

Tao de la raíz sola



















No se ha de despreciar el trabajo que requiere quitar una planta cómodamente enraizada de la faz del jardín.
No se han de despreciar los golpes de azadón y pala, el filo de las tijeras, las manos rasposas y húmedas.
No se ha de despreciar el sudor con que se remueve la tierra compacta. La fuerza que lleva a socavar el interior de una cueva fértil y profanar la vida que allí prolifera.
No se ha de despreciar la sutileza de los dedos penetrando entre las raíces de la planta, separándola de su entorno, de un otro ser que la anuda a la tierra, la chupa hacia el centro.
No se ha de despreciar la lucha febril entre ambas raíces, la vana lucha de intentar despegar dos cosas sin lastimarlas. No se ha de despreciar la savia que sangra, la humedad que se seca, la tierra que se chamusca, el hueco hondo que resta, el aire nuevo penetrando.

Pero tampoco se han de despreciar mis brazos que abrazan a la planta que ha de vivir, la que ha de plantarse en otro sitio, la que, aún herida, se quedará para enraizar en otro sitio de este jardín.

Hubo una vez dos y ahora hay una. Una sola. Y está bien.

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