Encontré en una cartera vieja cositas que había dejado mamá. Había montoncitos de azúcar atados con una gomita ya casi reseca por el tiempo. El azúcar dentro de los sobrecitos estaba intacto. Cuando éramos chicos, mi mamá solía tragarse los sobrecitos de azúcar en cualquier lado si se sentía floja. En el auto si estaba manejando, en la calle. En casa no. En casa tomaba Coca-Cola que siempre había y era para ella por si se sentía mal. Me pedía (nos pedía a todos) que si íbamos a los bares le guardáramos los sobrecitos de azúcar. Salíamos a tomar café y nos llevábamos sobrecitos. En los noventa todo el mundo en los bares pedía edulcorante. Nosotros pedíamos azúcar para llevarle a mamá. Después la Coca-Cola empezó a salir en una botellita de plástico chiquita y siempre andaba con una en su cartera. Pero, a veces, si la hipoglucemia era grande, le añadía sobres de azúcar a la Coca-Cola. Por eso siempre tenía sobrecitos de azúcar. La noche que murió yo llevaba dos botellitas de Coca en mi cartera por si le venía una hipoglucemia. Estuve todo el día cuidando de su glucemia, todo el día cuidando de que no cayera en una "hipoglucemia galopante". No quería comer y yo le daba flan que había comprado de contrabando y Coca. Galopamos juntas todo ese día, duro y parejo, pero se fue igual. Eso sí, la glucemia, perfecta. Esa noche, cuando me avisaron que mamá había muerto saqué las botellitas de Coca de la cartera y las dejé en una mesita baja del hospital. Sentí la cartera más liviana pero todo lo demás pesaba como la puta madre.
Los sobrecitos que encontré en la cartera vieja los esparcí en el jardín al grito de Pachamama kusilla kusilla. Estoy segura de que hice bien. A mamá le hubiera gustado. Estamos en agosto así que el tiempo es perfecto.