Estoy sentada, haciendo tiempo, en uno de estos bares que últimamente abundan en la ciudad de Buenos Aires. Medio deli, ecofriendly, ambiente tranqui, música suave, preferentemente de Jack Johnson. A mi alrededor hay mesas con gente que ha venido a almorzar o a simplemente tomar un té que tal vez contenga duraznos-cascaritas de naranja-pétalos de rosas amarillas-hebras largas de pino-sencha. Todo está muy bien: el ambiente es agradable, la música relajada, los amplios ventanales, el aire limpio y libre de humo. Todo está muy bien y, sin embargo, algo me hace ruido. Nadie se habla. O mejor dicho, nadie habla entre sí. Todos están ocupados con sus super archi hiper ultra modernos celulares.
Debe ser por eso que me resulta inevitable escuchar una conversación ajena. Son dos mujeres en la treintena. Están almorzando y chequean constantemente sus celulares que parecen espejitos de mano.
-Mirá lo que me puso este tipo, ¡es un pelotudo!
La otra la mira. Lee algo. Asiente con la cabeza.
-Le voy a poner: "mala persona, sos una basura, a mi no me hablás así".
Escribe algo. Espera.
-Ah, no, ¡es un idiota! Mirá lo que me contesta: "te deseo lo mejor".
-...
-Le voy a poner "¡Cagón!". ¿Le pongo "cagón"?
La otra asiente con cara de nada. Le responde algo inaudible.
-Mirá, ahí contestó otra vez: "Suerte". ¿Cómo me va a contestar eso?
La otra vuelve a asentir y habla por su celular con vaya a saber uno quien.
-Le voy a poner que es un imbécil, que no me escriba más.
Por un rato no pasa nada. Incluso parecería que todo va mejor. Me entretengo con un libro mientras almuerzo y siento que el tiempo corre rápido. Pero entonces escucho otra vez que la rubia exclama a los gritos: "¡Paz y amor!". ¿Te das cuenta? Me respondió "¡Paz y amor!"
Y casi que yo le hubiera contestado igual.
Paz y amor, loca, Plis.
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