Paso la tarde de ayer ordenando libros. Me encanta revolver entre las hojas y sacar de ahí papelitos con anotaciones, post it de colores, señaladores viejos de librerías que ya no existen. Me gusta mucho también releer dedicatorias. Son como cartitas breves, mínimas de amigos que sigo viendo y otros que no. Pequeños haikus epistolares.
A todos los libros les voy sacando el polvo, los cambio de lugar, hago espacio en la nueva biblioteca azul. Los libros, mal que nos pese, no tienen aún un orden porque nos faltan encargar más bibliotecas y traer más cajas pero, de a poco, se va bosquejando la biblioteca entera. (El orden de los libros será un tema a discutir, escucho propuestas. Yo soy de las que ordenan por orden temático y N por orden alfabético. Ya discutimos esto pero seguimos sin saber. Tiene que ver con la búsqueda. Yo no busco nombres sino temas. Pero ese es otro tema y ya me fui por las ramas).
Ayer encontré entre sus libros La historia de mi máquina de escribir. Es una hermosa edición de un texto de Paul Auster que le regalé a Nico en 2007 cuando nos juntábamos una vez cada año en el coffee Store a tomar café y charlar. Me acuerdo de haber visto ese libro y haber pensado: es para él. Era para él. Lo compré apenas lo vi pero lo guardé muchos meses porque no nos veíamos nunca. Creo que Nico es la única persona que conozco (además de otra gente mayor que yo) que en verdad usó su máquina de escribir para escribir sus textos. Este libro es bellísimo y ahora está acá en estos estantes. Otra vez.
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